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BETO "LOCO"

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De pronto Beto detiene el paso, apunta el rifle y me susurra: “Mira, ahí ‘stá el águila”. Este es uno de los grandes personajes en mis viajes, intrigante por los extremos que me refleja y un modelo para confrontar mi percepción fresa con la realidad del campo… como ese momento que parecía estar por darme una muestra de su crudeza.

El vecino de Renato, similares en edad e intensidad de carácter, vivía entonces en casa de sus padres campesinos con quienes la relación entre familias fluctuaba entre la cordialidad y el recelo. La madre y una hermana mucho menor mantenían lo primero, cuando algunas borracheras de Beto y su padre detonaban lo segundo. Entre periodos de colaboración y pleito, pude conocer algunas de sus facetas que le dieron fama y apodo en la región.

En ese último año del siglo XX ya se le conocía por tener uno de los dos talleres antes de subir a Real de Catorce… y porque el suyo cerraba en temporadas de ebriedad. Igual que muchos niños incorregibles, huyó del pueblo con su inteligencia sin cauce para nutrirla en cualquier tipo de jales, entre los lícitos y otros más creativos, pero volvió a Potrero hecho un mecánico chingón y donde aplicaba su talento nato: una aguda percepción de los animales.

Conocía sus costumbres, sonidos y rastros porque había matado todo tipo de especies en la zona. En especial sabía de serpientes. Él me enseñó a despellejar y cocinar una cascabel, me contó de una mordedura superficial que le causó horas de alucinaciones y dos personas confirmaron haberlo visto distraerlas con una mano para atraparles la cabeza con la otra… pero ya no hacía esas mamadas, según dijo.

Una vez le encargaron unas veinte ratas de campo, no sabía si para algún remedio brujo o por las pieles; yo lo acompañé a cazarlas y fue la última vez que lo quise hacer. Recuerdo cómo ubicaba las huellas en la arena y cuánto me costaba distinguirlas, el sitio dónde cavar a partir del hoyo de las madrigueras y, de forma imborrable, los chillidos al encontrar una que estaba llena de crías.

Pero antes, fuimos cuatro veces a buscar colmenas de abejas silvestres; como esa vez que un zángano atacó directo su entrecejo y sólo me señaló el aguijón con la mirada bizca, un gemido entrecortado y sacando la lengua entre su espacio sin dientes. Yo me llevé un piquete en la mano hurgando los panales, pero todos estaban secos de miel. Derrotados al volver a casa, de pronto Beto detiene el paso y apunta sin estorbo de su inflamación a una de las tres águilas restantes del valle.

A Beto le tiraron los dientes frontales de un tubazo al salir de un bar en la frontera, quizá por andar de padrote y pollero o tan solo por su alto nivel de desmadre en esos días. Su intuición del desierto y su maña citadina le facilitaron saber evadir a la migra tanto como abandonar migrantes a su suerte o andar kilómetros de veredas con mulas cargadas de quiotes -tallos- de maguey para hacer dulces… que en realidad iban rellenos de mota.

Todos tienen sus historias y mañas, pero las suyas parecían llevarlo al conflicto interno -indicador de inteligencia- y a sacarlo contra los demás -costumbre popular-. Recién se reconciliaba con Renato cuando llegué, por haberle gritado de cosas fuera de su casa en una mala peda; meses después presencié la repetición del ciclo y luego otro episodio algo más frenético por el cual ya no hubo acuerdo de paz.

Antes de eso, mientras Renato y su familia estaban de viaje, me confesó con malicia que nunca podrían ser amigos y todas las malas referencias conocidas sobre él. En vez de meterme en conflicto me puso en alerta, como al rastrear animales, y aunque dejamos de salir al monte nos seguimos llevando bien. Ahora, cerca del primer cuarto del siglo XXI, me dijeron que Beto levantó su taller en la primera entrada a Potrero, donde vive con una chica extranjera y atiende chingón de manera constante.

A pocos metros del águila posada sobre un tronco muerto, asumo que Beto le apunta por sistema, que lleva las manos vacías de miel y la frente inflada con veneno, así como su opción de vender las plumas, garras y cabeza. A punto de perder una región de mi inocencia ante la inminente dosis de realidad, alcancé a preguntar:

-¿Y te la vas a echar?-.

-A huevo-, dijo ante lo obvio.

-¿Y pa’ qué?-, me salió.

Tras un breve conflicto bajó el arma, confirmó la pregunta como para sí mismo y reanudó el paso. Supongo que confrontar los extremos entre una perspectiva fresa y desmadrosa -por decir-, siempre abre una oportunidad para tomar consciencia de otras realidades.

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