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BULLYING

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Es raro decirse víctima de bullying cuando se vivió sin tal nombre, y ahora se aplica a mucho de la educación habitual en las décadas de los 70 y 80. Lo sufrí sin la violencia del actual como cualquier otro nerd chaparrito en la escuela, en la calle, entre familiares y luego lo incorporé en patrones de conducta que me hacen sentido, y ya he mencionado, como “Ponerse de pechito” y “No es lo duro, sino lo tupido”.

Conozco la angustia impotente por las represalias de ir con el chisme, devolver el golpe o desobedecer; el ansioso deseo de un día en que tu bully se enfermara, no te viera o llegara de buen humor; el temor apremiante en el consejo adulto de enfrentarlo, de poner límites, de llegar al extremo. A ese nivel, quizá muy compartido, más que escribir sobre mi abuso la onda está en por qué lo asumí y a quién se lo desplacé.

Fui educado hacia la paz y el razonamiento. En la disciplina de mi papá no hubo nada de bullying -golpes, burlas, ofensas, comparación, menosprecio-, aunque su palabra es de una intensidad natural que intimida, de convicción en su método y esmerado control en las formas. Incluso, de niño le hice una varita pirograbada como batuta para dirigir su orquesta de sermones.

Para sentirme seguro aprendí a reprimir mi enojo ante el suyo, a buscar razones y momentos propicios antes de pedir permisos, a camuflar mi rebeldía con mañas, a replicar el yugo de mis primos mayores contra los más chicos y llegué a desquitar mi frustración hacia mi hermanita con juegos pasados de rudos o periodos de excluirla -ley del hielo-. Parecía normal entre niños, pero ahora confirmo cómo deriva en otras relaciones de dominación.

Los “abusadores” de entonces (sin armas blancas o cibernéticas, ni la saña de las películas gringas) recurrían al instintivo acoso del “matadito” con amenazas, burlas y castigos físicos de una fascinante variedad creativa: Calzón chino, Cirugía, Cerillazo, Bajón, Soplamoco, Sacacaca, Poste, Cazuelita… Claro, nadie se libraba, pero el azar y la habilidad de huir definían quién recibía el tratamiento más duro y/o seguido.

Mi primera pelea fue, más bien, una explosión a golpes contra el secuaz de mi bully por darme un ligazo. Luego me la cobraron juntos, pero me libré de su amistad tóxica mantenida por años. La siguiente fue hasta la secundaria, por andar de secuaz de otro tóxico molestando al “Matas”. Quizá debí haber perdido como lección, aunque igual dejamos de chingarlo. Causé peor daño antes, de manera involuntaria, a una amiguita que en su tarea de primavera dibujó un zorrillo… y yo bromeé que olía mal, y otro lo dijo de ella, y se le quedó el apodo y nadie se le quiso volver a acercar.

Nunca pasé por tal hostigamiento ni por discriminación, pero afuera del colegio me quitaron el dinero en los helados, me excluían de los equipos o me escondían la bici. Elegí no salir más a la calle y me hice amigo de un vecino dos años mayor, a quien hacía eco en todos sus juegos y fastidiando a su hermano menor. Cuando dejamos de llevarnos, me sentí más preparado para salir de nuevo con los chavos de la cuadra sin ser un objetivo tan fácil.

Adapté el abuso en tolerancia y como mecanismo de defensa, luego me libré de su dinámica en la prepa y la carrera, hasta llegar a vivir al desierto donde volvió a revelarse en patrones (...¿rebelarse contra mí?) como fumar demasiada mota, explotar mi cuerpo hasta el dolor y compensar mi inseguridad con una actitud sumisa ante la carrilla extrema de la banda; entre merecida por fresa y reveladora por ingenuo, pero en la que igual encajan algunos tipos de coerción.

Tampoco veo como bullying el trato de Renato, porque resulta que yo le transferí mi figura de autoridad paternal. La vida me puso como prueba un reflejo de la misma intensidad intimidante y el metódico seguimiento a sus formas -o sea, las cosas son y se hacen como ellos dicen-. Chocamos bastante en eso, y aunque jamás se impuso con violencia, invalidaba mi postura fácilmente nomás por ser un fresita y por quedarme callado en instintiva reacción.

Pasó una década para darme cuenta, en terapia, de otras caras del desequilibrio de poder. No sólo aquellas que pasé por alto con Renato y otras figuras de autoridad laboral, sino con la pareja con quien había terminado. Cuando mi psicóloga ubicó como bullying una serie de actitudes típicas, entre las cuales encontré mis patrones de sumisión, sentí mucha pena por haberme dejado manipular durante años y un gran alivio poder darle tal nombre al origen de mi depresión.

También trabajé el tema en algunos de mis viajes en Huautla… con especial rigor en el número 65. En flashbacks de vida recordé, reviví y me encabroné de nuevo al reconocer en esos patrones el inicio de mi ansiedad, y me avergoncé como nunca cuando el honguito me mostró los abusos de mi propia intensidad autoritaria, aquellos al cerrar mi corazón a varias relaciones y los tolerados por mi complicidad defensiva o involuntaria.

Tengo ubicadas sensaciones, personas y circunstancias para reconocer cuándo se presenta esta dinámica. No soy víctima de un bullying duro, sino veterano de uno frecuente, que puso límites al fin a través de la paz y el razonamiento. Acepto haberme expuesto “de pechito” a recibir zapes o condicionantes, pero me consuela hacerlo por escrito en disculpa con mi hermana y familiares menores, con las parejas eludidas y mi amiguita de primaria.

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