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BUSCAR PEYOTE

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El híkuri se aparece de pronto, sorprende como si te encontraras con un extraterrestre y tras el primero, suelen asomarse más. Algo así decía mi amigo el Mago, y me hace sentido con el carácter huidizo del venado azul en la cultura wixárika, un espíritu guía hacia lo sagrado que merece una cacería apropiada porque, de otro modo, es mejor dejarlo en paz.

Lo dije en otro post al respecto de esta entidad en el cacto y de mi ingenuidad al comprarlo en lugar de ir a buscarlo en mi primera vez. Lo mencioné también al Mago en San Cristóbal, y él me contó de cuando se perdió en el desierto, comió los híkuris que se le aparecieron para agarrar fuerza y seguir caminando, y en algún momento de la noche, un arbusto tomó forma de animal para darle un mensaje sobre lo que estaba por definir en su nueva vida en México.

Algo así quería para mí como parte de una búsqueda más profunda en mis capacidades, pero aún con la pretensión chaquetera de obtener una iluminación existencial instantánea. Renato y su pareja me ayudaron a ubicar objetivos realistas para mi primer viaje y algunos detalles de respeto básico a la mística de cazar mi peyote, como dejar ofrendas y sólo cortar la cabeza que luego de años vuelve a crecer de la raíz.

Semanas después me llevaron en familia, rodeando el extremo norte de la sierra de Catorce hasta entrar por terracerías en la zona sagrada de Wirikuta. Estacionamos su combi azul cerca de la base de la montaña, mucho antes de Estación Catorce donde no llegan los turistas y en menos de una hora, su fantástica hija de siete años encontró tres peyotes del tamaño de su palma. Me dejaron solo al hacer mi ofrenda y seguimos rumbo al pueblo para almorzar.

Su otro hijo, muy pequeño para andar entre espinas, seguro habría encontrado más, pero fueron los que se mostraron e incluso, sólo me pude comer dos. Fue la noche del día siguiente en las altas ruinas de la estación de tren en Potrero, una de fuertes vientos que consumieron la poca leña que junté y me hicieron volver antes del amanecer, deambulando el kilómetro hasta la casa bajo un efecto de tensión eléctrica en los músculos y una curiosa percepción de las estrellas como estratificadas en nuevas constelaciones.

Mi segunda cacería resultó aún mejor. Me fui a pie desde Potrero al túnel Ogarrio para cruzar a Real de Catorce y bajar al otro lado de la sierra hasta Carretas. Ya lejos del pueblo salí del camino con la idea de encontrar híkuri en mi paso hasta el cerro El Quemado y subirlo desde sus faldas para dejar ofrenda… Resulta que escalé otro monte y me perdí, aunque hallé una cueva donde pude descansar y ofrecer parte del guiso de víbora de cascabel que llevé de comer.

Nunca llegué hasta allá. Poco después de internarme en el desierto, apareció un risueño preadolescente: “¿Anda buscando el peyote, verda’?”. Se puso a revisar el terreno y en unos minutos señaló el primero, y alrededor de ese muchos más. Preguntó al verme echar agua y tabaco a las raíces cortadas, señaló con un simple gesto la subida al Quemado, nos despedimos y cuando volteé un poco adelante, ya no lo vi por ningún lado. Fue raro, mas no improbable; aunque me han sugerido que fue el mismo espíritu quien me guió a los cactos, me basta con pensar que esa energía pudo llevar al niño hasta mí.

Aunque tampoco aguanté comer muchos, el viaje fue más sensible en la seguridad del terreno de Renato y al tener suficiente leña para tirarme junto al fuego, con los gatos cachorros sobre mi estómago y las placas de estrellas de vuelta en mis visiones. De pronto me dio una necesidad de salir a andar por horas y por todo el valle; nada tomó forma de venado ni bajaron luces del cielo, sólo el ruido de mis pasos narró la dirección del camino.

Los peyotes que sobraron de ambos viajes se unieron a otro grandote, cortado con la única intención de macerarlo en alcohol bajo una receta que implicaba enterrarlo por tres meses. Lo mencioné en otro post con respecto a mi consumo de enteógenos en esta Temporada (por su prodigioso resultado al sanar mi pie de una iracunda patada a un poste) y sobre las pistas que el híkuri me dejó en la mente para dirigir mi cacería interna.

Algo así he seguido buscando durante mi última década. En 2013, volví a Wirikuta en mi primera de ocho peregrinaciones avaladas a un grupo de mestizos por la autoridad del kawitero Juan López y con su guía para recrear una parte fiel de su tradición. No llegué a diez por la pandemia y la triste muerte del mara’akame, pero alcanzó a mostrarme la magia de sus artes sanadoras y me llevó a encontrarme, de pronto, rodeado de híkuris en flor.

Según Carlos Castaneda el espíritu Maestro Mescalito está disponible a cualquiera, aunque es de moral rígida y no puede manipularse. El Mago no siguió ningún ritual para descubrirlo como algo fuera de sí, no cual venado parlante ni alienígena místico, sino una energía capaz de proyectar pistas sobre sus procesos personales. Ahora, con suficientes indicios para llevar la cacería a los míos y ya sin el canto de mi don Juan para elevar el efecto del híkuri, me parece buen momento para dejarlo en paz.

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La ilustración que da sustancia a este collage me apareció en https://www.facebook.com/profile.php?id=100083042304899

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