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CÁRCEL Y ENCIERRO

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Soy un hombre de casa. Sí, salgo de viaje en lo posible y me gusta estar con amigos, pero la verdad, de un tiempo a la fecha ando muy encerrado. Siempre disfruté mi soledad y por eso, luego de tanta fiesta en San Cristóbal, me fue fácil irme a vivir al desierto; sin embargo, allá entendí que es diferente asumirse en aislamiento y, sin saberlo, me preparé para enfrentar el caso de quien lo sufre privado de su libertad.

Desde niño jugaba poco en la calle y aún me atosigan las multitudes; iba solo a los antros y me acostumbré a salir cada vez menos cuando empecé a trabajar en casa.

Pasé la pandemia como si nada. Ahora, mi auto reclusión se debe más a procesos

emocionales y cierre de ciclos, de esos de los que uno sale cuando quiere.

 

Mi contacto con la cárcel, por otro lado, se limita a veinte horas en el Torito en mi cumpleaños 38, unas cuantas en separos municipales por desmadre juvenil, más las experiencias sin culpabilidad de mi padre, de un buen amigo y las de varios compas rarámuri en el CERESO de Guachochi. Disculpa si no amplío el chisme.

Ya mencioné en otros posts aquel trabajo de Servicio Social universitario, así como las condiciones gandallas del presidio (pasan años en hacinamiento sin pruebas, traductores ni juicio) y ese profundo valor humano ante la adversidad que algunos compartieron con nosotros comiendo el rancho, echando corridos, jugando básquet, en breves entrevistas e incluso unas tres veces, fumándonos un toque dentro de las celdas.

En el desierto también conocí otros testimonios penitenciarios, como los del pasado delictivo del vecino Beto “Loco”; pero resulta que muchísima gente por allá ha estado o tenido a alguien cercano en prisión. “En México, todos tenemos un pie en la cárcel”. Esta frase se replica tanto en Potrero como entre los rarámuri; me la confirman un militar mazateco y un ex policía veracruzano; y la comprobaron en el CERESO de Querétaro, mi amigo incriminado por un socio, y mi papá, víctima de todo el poder corrupto del sistema judicial.

A fines de 1999, mis padres me visitaron en el desierto y poco después, tuve que dejar el lugar por la emergencia. De la nada, encarcelaron a mi viejo sin orden de aprehensión ni haber sido indiciado -notificado de su acusación-. Él trabajaba en el gobierno de Querétaro y despidió a un tipo que extorsionaba a unas personas, pero éste resultó ser “íntimo” de un gandalla en la Contraloría quien ordenó hacerle una auditoría truqueada. El juicio penal se les cayó solito por lo ridículo de la denuncia y logramos festejar juntos el cambio de siglo, aunque no fue nada fácil.

El infierno en un parrafito… Los juzgados nos pedían trámites fuera de lo normal, nos endeudamos entre procedimientos y mordidas, nos seguían coches desconocidos, intervinieron los teléfonos de casa, restringieron las visitas al penal, compraron o amenazaron a unos de nuestros abogados, sobreseyeron otra parte del caso con artimañas y por varias del estilo, incluso atrajo el apoyo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Y ganó su libertad, para seguir la batalla y dar un reinicio a su vida.

Agradezco no haber tenido que “vivir guardado”, para entender y definir al sistema judicial mexicano como la peor de nuestras calamidades. No lo digo por el contexto político de su urgente reforma, sus ofensivas prebendas o por elegir ministros, sin embargo, incluye a policías y fiscales. Mi opinión viene de la incongruencia en su sistemática procuración de injusticia, en riguroso apego a las leyes del mercado para ofrecer impunidad y sin la intención de rehabilitar a los verdaderos infractores encarcelados.

No terminaría de echar mierda al poder, ni de contar las anécdotas de culpables e inocentes. Prefiero destacar la capacidad de transformación de quienes conocí de cerca, enfrentando un aislamiento injusto que asumieron para revalorar su experiencia. Así alivianaron su temple o los prejuicios sociales, dieron clases o apoyaron a otros reos, volvieron a sus comunidades o a vidas más dignas, sin haber sufrido una tragedia sino superado la defensa de sus derechos… e incluso lucharon por justicia ante la corrupción, como hizo mi padre, lo cual le engrandece por encima de todo lo que nos hicieron pasar.

Pocos días después de la publicación de este post estaré cumpliendo 52 años, la misma edad que tenía mi papá cuando lo entambaron a la mala. También resulta ser cuando la tradición mexica te considera entre los ancianos y se reinicia el ciclo de vida de vuelta a otro tipo de infancia. La coincidencia me invita a revalorar la libertad de poder cerrar mis procesos, sin la necesidad de auto recluirme en demandas.

Soy hombre de casa. No tanto de familia o de negocios, lo cual me haría salir más de mi encierro voluntario; ni de apego a las leyes, aunque reconozco el efecto de su incongruencia sistémica en nuestros tiempos. Así convertimos la soledad en una penitenciaría de juicios implacables y sentencias que enclaustran, en lugar de asumirla en libertad para observarse las culpas e inocencias en busca de rehabilitación. Procurando justicia en mis procesos, y ya cumplido el formalismo del anciano, espero encaminarme a ser “hombre medicina” como lo considera la tradición.

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