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CONSUMO INTENSIVO

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De nuevo un título de atractivo morboso, para un tema en el que soy medio fresón. En el desierto fumé mota como en ningún otro momento de mi vida, pero no más de cualquier pacheco promedio; entonces no llamé al post “Consumo excesivo” por lo impreciso del término, por la suspicacia de quien sea más fresa y para que la banda grifa no me chingue en redes diciendo “ternurita”.

En realidad, en esta Temporada toca hablar de mi experiencia con el peyote, no de la ganja. Las veces cuando lo busqué en la zona sagrada Wirikuta, una con la familia y otra en mi propia cacería, así como la magia de cómo apareció el venado azul y mi cándida pretensión de que me diría algo sobre mi destino… pero es que sí, fumé en exceso y eso influye en mi vivencia durante este año.

Por eso haré otros posts en memoria de esos momentos, y aclaro aquí el contexto del reto en rescatar esos turbios recuerdos de mis procesos mentales alterados. Por un lado, sé que todo vicio implica carencias internas y tengo cierta idea de cuáles adormecí con mariguana, aunque en otro sentido, también comprendo ese uso intensivo porque siempre he buscado conocer mis extremos.

Es Ley de vida compensar la polaridad para lograr equilibrio. La probé con temor adolescente y por una década no la entendí, entonces el péndulo me llevó a conocerla en San Cristóbal (de una calidad pésima) y luego a un consumo abusivo ante mi poca práctica juvenil.

Además, en casa se fumaban al menos cinco churros al día de una poderosa yerba de exportación vía Matehuala. Lo normal entre tres, quizá, pero a mí me costó mucho seguir el paso y negarme con determinación al “¡Póngase!”, cuando quise darme unos días de lucidez. Eso sí, nada de embriagarse ni otras drogas habituales en la banda pesada de la zona.

Vuelvo al tema del híkuri… perdón si divago. En eso, la guía familiar fue de moderación y respeto, incluso me enseñaron a macerarlo en un alcohol con efectos prodigiosos. Nada comparado al atasque de turistas y otros artesanos, en sus fiestas para comerlo en recetas con las que sabe y pone “mejor”.

También te contaré sobre esta banda con la cual se me sugirió no socializar, con un énfasis similar al “póngase”. No tanto por mantenerme a salvo de los verdaderos excesos sino porque allá las relaciones entre vecinos y colegas, así como el desierto, eran algo ásperas.

A mitad del año me mudé al terreno donde sembramos la milpa y empezamos a construir cuartos para un camping. Eso y todo lo anterior se sumó a un aislamiento que en cierto grado resultó un alivio al poder llevar mis propios ritmos, tanto en el consumo de mota como en mis procesos, porque francamente andaba muy disfuncional con los del hogar.

En mi letargo olvidaba indicaciones de tareas y los ingredientes vetados cuando cocinaba, me distraía horas en labores simples o sentía prisas sin motivo; pero entre las consecuencias nocivas de mi pachequéz, destaca una tendencia inocente a la credulidad y a tragarme el bullying por querer encajar.

Para cerrar lo del híkuri, le reconozco el caer en cuenta de esa cadena de consecuencias. Días después de mi segundo ritual, un momento de lucidez inusitada me mostró mi consumo intensivo, por normal o fresa que fuera, como la causa de enrollarme en vicios en vez de procesos creativos… y es que sí, perdí horas en bucles mentales de proyecciones a futuro.

No supe entonces que fumaba por carencias ni entendía a la ganja o al peyote como herramientas de autobservación. En otros posts de cuando viví allá, te contaré cómo aprendí a trabajar estas plantas más acá -en el tiempo y mejor, y sin tanto divagar-, a partir de las enseñanzas de mi M. Uru, la nación Wixárika y del mismo M. Híkuri.

Y para rescatar mis recuerdos turbios de la grifa debo revelar las ausencias y máscaras que llevaron mi mente a evadir la realidad. El reto es trabajarlas en mis letras como debí hacerlo en esa soledad y contemplación, además de compartir el tercer sentido entre mis extremos, que por más subjetivos al estilo gonzo de H. Thompson, están lejos de llegar a sus excesos.

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