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DE INDIGENTES... Y LOCOS

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Algo apesta en mi reacción instintiva hacia la indigencia demencial. No es lo evidente de lo insalubre, sino lo que me refleja. Así se representa mi lado oscuro proyectado por mi inconsciente a través de sueños, viajes de hongos, coincidencias simbólicas y respuestas muy emocionales. Comparto unos detalles para sacarlos a orear.

No puedo negar una repulsión básica, náusea en contadas ocasiones, temor a una agresión espontánea y alguna atracción morbosa por sus delirios. Admito haberles evadido la mirada o el camino, así como ahora, sentir una tristeza profunda al conocer mejor sus condiciones y las de los vicios que les anclan a ellas.

Más que la situación de calle, me cala el abandono sin medios de subsistencia a causa de trastornos mentales; comprendo el fenómeno como el inevitable giro torcido de la mentalidad de consumo y a nivel simbólico, desde el cero del tarot, como la opción de un acercamiento compasivo para trabajar mi sombra. Además, me dicen que estoy algo loquito y acepto ser bien fachoso.

Por eso me permito la incorrección al referirme a mi banda en “SanCris, pueblo de locos” y al perseguidor de mis pesadillas juveniles como un retrasado harapiento invadiendo mi casa -la sombra dentro de mí-. De ese post y de mis viajes Espejo, retomo ejemplos de estos personajes populares que me intrigan como para pensar en sus textos propios… ¿late?

Se decía que cientos de vagabundos chamulas enloquecieron por torturas de los militares, y del veterano de Vietnam, a causa de un malviaje en Yucatán. En San Miguel de Allende supe del “Pichones”, su puntería prodigiosa para apedrear a quien le gritara así y la jauría con la que compartió un cuartito y su cuerpo al morir encerrados. Y sobre el indigente que se burló de mí rolando de mochilero en Europa, aclaro que no lo era en tanto se mantenía drogado y alegre en su situación de calle primermundista, aunque en mí, encarnó un mal sueño.

En Huautla, las coincidencias incluyen mis propios conflictos de vivienda con dos caseros, en condiciones opuestas que obligaron a un desalojo inmediato, además de un chavito y una mujer sin hogar…

Una tarde veía entre los niños correteando balones en la cancha, a uno algo sucio y mayorcito -L- que devolvía entusiasmado los tiros desviados con la ilusión de ser invitado a jugar. Nadie lo hizo y se alejó gritando “¡Maldita soledad!” como si cantara un pregón del mercado. Me rompió el corazón, pero sanó al conocerlo, al saber de la fortaleza del suyo y que encontró en un amigo mutuo un guía de peculiar experiencia sobre la chinga en la vida.

Desde mi llegada ubiqué a V junto a la puerta del palacio municipal en un fuerte construido con huacales donde a veces vendía flores o dulces. De unos 50 años y muy inquieto intelecto; nunca presencié las crisis de pánico o epilepsia que me platicaba con detalle, dejé de verla meses antes de irme cuando le levantaron el sitio y el chisme fue que obligaron a su hijo a volverla a recibir en casa si ella se tomaba sus medicinas.

Y por supuesto allá, también brotaron mis reflejos más profundos. Al viajar con honguitos dejé aflorar mi sombra para vivir la levedad del lelo, la angustia de saberse en lucidez sólo por periodos, una imbecilidad inducida para recibir una sanación primigenia y una vez me sentí dando refugio a indigentes, loquitos y gandallas de la zona, en comunión con el dueño del cerro -Chikón tokosho- y con la maternidad perdida en común de L y V.

Pero la mayor espejeada en mi vida fue a mis treinta años cuando ebrio, solo y enfurecido por mi reacción tibia ante una chica, le solté una patada a un poste. Cojeando hasta mi casa de madrugada pasé junto a un teporocho en harapos tirado en el piso, con la misma pierna hinchada en llagas abiertas y su mirada iracunda cruzada con la mía.

Trabajar esta imagen recurrente de mi lado oscuro me ha cambiado la respuesta emocional con los años; sin embargo, aún detecto el rastro de los que habitan mi colonia, con recuerdos permanentes de los gritos de una mujer esquivando autos en una avenida y otros olfativos de un campamento en toda una calle camino al trabajo.

Se apesta lo podrido, corrupto o escondido. En otro viajecito con la intención de ventilar mi sombra, relacioné al fin mis reacciones ante la indigencia como una proyección en su desidia por la vida; al conocer mis problemas y no actuar en consecuencia, engancharme en hábitos y vicios, o dejarme deprimir por auto abandono y desaseo existencial. Ya decía yo que algo me olía raro ahí.

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