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DROGAS EN EL DESIERTO

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No me atrevería hoy a calar mi inocencia en el norte del país como hace un cuarto de siglo. “No está el horno pa’ bollos”, se dice. Ya era mejor irse con cuidado por ser chilango y más al exponerse ante la mala copa rural; así que dejé los días de fiesta para pasarlos fumando mota, lo cuál me llevó a conocer nuevas facetas de las drogas y a confrontar mi propio hábito gracias a una revelación pospeyotera: “Todo mi pedo es por pacheco”, me dije.

En otro texto ya mencioné este momento y este periodo como el de mi mayor consumo; que en casa se fumaba mucha y de la buena, que el efecto me ponía disfuncional en mis tareas y muy crédulo ante la carrilla, que el abuso adormecía mis carencias y potenciaba manías como enrollarme en pensamientos obsesivos. En este post te cuento otros detalles sobre lo aprendido, desde un año antes en San Cristóbal, a partir de las experiencias viciosas de la banda.

A causa de éstas en Real de Catorce, la familia de Renato se había mudado a Potrero limitando su relación con otros artesanos e inmigrantes extranjeros, y así lo asumí en mi vida social. Había un vecino italiano de quien se contaba un pasado mafioso y etapas perdido en su viaje en el desierto, que organizaba fiestas de dos días entre chupes, churros y licuados de peyote con ingredientes saborizantes. Me colé un ratito en una, pero no conocía a nadie y quizá sugestionado por el chisme, el ambiente me pareció medio hostil.

En particular, se me pidió no chelear con Beto “loco” porque agarraba vuelo durante días, pero echando el toque me contaba de sus excesos y los de todo el pueblo, con algo de su maliciosa imaginación. Con ganas de creerle, le escuché historias de sus días de vivir en el desmadre y del agandalle piedroso, sobre el tráfico de drogas y migrantes en la frontera, de violencia familiar regularizada por el alcoholismo y quién vendía de qué en el Real.

Los turistas podían encontrar mescalina, coca y mariguana a precios elevados, y con algo de mala suerte, también la oferta de ceremonias con híkuri y chamán incluido en las que terminaban siendo asaltados o abandonados a mitad del viaje y del desierto. Ojo, aunque los pueblos wixárika no explotan su tradición como oferta turística, siempre hay gente expulsada de sus comunidades con parámetros más relajados para subsistir.

Renato prefería comprar la mota en Matehuala, por precio y calidad de exportación, en ladrillos prensados que nos duraban casi un mes y en ese entonces no iban mezclados con hierbas, químicos u otras porquerías. Era en una colonia junto a la carretera con casitas de un piso, en general bien cuidadas excepto, claro, la del dealer. Yo siempre esperaba afuera y sólo fui una vez por mi cuenta; a pesar del alivio porque me reconoció el vendedor, quizá sugestionado con el entorno, su atención me pareció medio hostil.

Meses después pasé la noche en esta ciudad, salí a una cantina, agarré la peda con tres locales y de ahí sólo recuerdo cuando sugirieron bajárnosla con unas líneas -de coca- para poder seguirnos entendiendo. Casi amanecimos en una casa medio vacía de muebles y con la mesa de plástico llena de chupes, pero me acuerdo bien de haber ubicado esa facultad de hablar todos a la vez sin dejar de entenderse, sentir la mandíbula trabada por un polvo chafa, o creerse muy chingón y poder reconocerlo en otros, como en estos señores rancheros echando profundas netas filosóficas.

Ya había conocido personas similares con historias sobre drogas en la sierra de Chihuahua. Un compa desapareció un rato traficando mariguana; al volver, me regaló un tambor tradicional y presumió la cicatriz de un machetazo, que lo hizo huir al monte cargando sus tripas y una porción de mercancía. Un curandero me contó del efecto de la yerba del diablo -toloache-; en su viaje, platicando por el pueblo en una noche estrellada, sus amigos comenzaron a explotar ante sus ojos y cuando encontró a uno en casa, supo que en realidad era de día.

También me explicó que los rarámuri sólo usan peyote cuando necesitan curarse un mal del alma porque implica ofrendar un becerro, convidar a toda la comunidad y conseguir un sanador que haga estas ceremonias. Yo lo probé en la soledad de Potrero con más modesta ofrendita, y pude comprobar cómo libera la psique. Su efecto dura unas horas, pero a veces te mete por días en un estado de mayor entendimiento, por ejemplo, asimilando cuánto me dejaba sugestionar con pendejadas para percibir las cosas de manera medio hostil.

Otra revelación posthíkuri fue comprender la diferencia, en contraste con mis escasos pericazos, entre las drogas químicas y las plantas, hongos u otros psicotrópicos vivos. Las drogas aterrizan, las plantas elevan. Las primeras enaltecen el ego, estallan lo material, te exhiben y otorgan fugaz protagonismo; las segundas unifican personalidades, relajan la percepción, te confrontan y sugieren un honesto aislamiento. Tienen su espíritu, pues, a pesar de que a algunas sustancias procesadas igual se les llame enteógenos -con un dios dentro-.

Y claro, fue en ese estado de apertura cuando supe que todos mis pedos eran por pacheco (“El pedo, soy yo” -M. Uru-). La mota no me hizo disfuncional ni más ingenuo, sólo lo resaltó, junto con mi hábito de adormecer necesidades (procrastinar) o enrollarme en bucles mentales (obsesión) aunque no haya fumado un carajo. Al parecer, cada droga manifiesta carencias inconscientes acorde a su efecto, y depende del consumidor canalizar su intención para enfrascarse en ellas o captar sus alertas.

En la árida vida rural del país, las historias sobre drogas no reflejan tanto sus carencias emocionales sino aquellas que llevan al delito. No pretendo entender la adicción de quienes me confiaron sus experiencias, pero al conocerlas comencé a ubicar cómo afectan mis prejuicios en la percepción del entorno y cuánto el andar pacheco en mis conflictos internos, al grado de necesitar que un estado catártico aligerara mi mente para darle algo de libertad a mi alma.

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