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DROGAS EN SANCRIS

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En SanCris disfruté la fiesta como nunca. No tanto por su célebre vida nocturna de ambiente internacional, sino por la banda con quien pasaba algunas tardes compartiendo churros y sus experiencias en el mundo de los psicoactivos. Me llevé grandes sorpresas al descubrir mi inocencia en la materia, los mitos comprados, la enorme variedad de sustancias, algunas de sus nefastas consecuencias… y mi refri lleno de honguitos cuando presté la casa.

Así fue mi inicio en las drogas tras una vida estudiantil de pachecas muy eventuales, quizá por mostrarme menos fresa más que disfrutar la mota o para evadir mi realidad. Sólo salí con alguien quien sí consumía de las duras, pero como nunca me animé a acompañarla nos fue raro convivir en “distinto canal”; más un ligue en Cancún con una enfermera canadiense, tan interesada en conseguir medicinas mexicanas sin receta, que la verdad, me intimidó.

San Cristóbal me recibió con la imagen de una bolsa del súper llena de yerba, la advertencia de ni mencionar las drogas en la radio y la compañía de mi amigo Chon. Sus historias de consumo metódico -se metió de todo- durante los años 70 y 80 en California, me revelaron los alcances de vivir en la fiesta, la diversidad de efectos hasta el mal viaje, el infierno para dejar la adicción y que, a pesar de pachequear a diario, no dejaba de ser un tipo cuerdo, astuto y funcional.

Era rico fumarnos un toque antes de ir al bar donde tocaba, moverse a otros antros, conocer gente distinta, caminar seguro de noche y parar en las cenadurías de Insurgentes. Incluso va gente de Tuxtla por la peda y se regresan; pero en ese entonces, se decía que también subían a SanCris para conseguir ácidos, tachas -LSD, MDMA- y diversos chochos en un tráfico discreto entre extranjeros y artesanos.

En cambio, era muy difícil encontrar buena mota o coca que no hubiera sido rebajada varias veces por los distribuidores locales; indígenas desplazados de sus comunidades a las periferias de la ciudad, disfrazando sus luchas territoriales con ser grupos católicos contra cristianos. Quizá hasta se surtían del mismo capo mestizo, pero tampoco me lo explicaron en la radio porque había una especie de acuerdo para nomás ignorarse entre sí.

Al mudarme a la “comunidad rosa”, conocí nuevas historias de adicción con los Chombillos y la banda atascada, siempre deseosa de narrar sus vidas en función del efecto que traían puesto. Nadie se mencionó entonces como psiconauta, supongo porque la onda era más el desmadre a la exploración interna; sin embargo, la mayoría justificaba su consumo con la idea de estar en control, conocer los efectos o saber cuidar la calidad y ocasión de lo que se metían.

El Mago me contó sobre los viejos jarabes contra la tos que detonaban el viaje al vomitar. Un artesano probó el toloache -Datura stramonium- y me describió tremendas alucinaciones bajo el concepto: “Son el diablito”. Y mi ejemplo extremo de osadía experimental vino de una española que usó ketamina -anestésico de caballos- y percibió entidades lumínicas queriendo decirle algo (ahora sé de su amplio uso terapéutico, pero aún me parece demasiado).

Mis pruebas, por supuesto, fueron más tibias. Los Chombillos acababan de aprender a cocinar cocaína para limpiarla de rebajes -aspirina, talco, yeso o peores- y fumarla en una lata perforada cuando se perdían las pipas. Los acompañé pocas veces; en verdad era divertido, mas no una sensación que pudiera disfrutar. Afortunadamente llegaron las lluvias y los hongos, para sacarlos a ellos de la coca y para expandir mi entendimiento.

Fue cuando les encargué mi casa unos días y al volver encontré “el laboratorio” para el polvo y el refri lleno de bolsas y toppers con hongos en continua cosecha. Chombos y músicos pasaban por un puñito antes de irse a trabajar, dejándome sorprendido por su aguante y antojado a explorar el propio. De esos días recuerdo momentos de conexión absoluta, como un atardecer anaranjado sobre el cual predije (o decreté) una tormenta eléctrica, y ver también las consecuencias de quienes no midieron su aguante hasta acabar desconectados.

Quienes enseñaron a mis amigos a cocinar crack, robaron su tele y la empeñaron al dealer. Una italiana hermosa andaba con un artesano piedroso y coqueteaba con todos a cambio de cervezas. Un buen compa perdió su empresa “metiéndosela por la nariz” y solía pelear a golpes con su pareja; armamos juntos un proyecto de radio, pero tronó por lo mismo de andar en distinto canal. Y luego hice un reportaje sobre las pandillas de niños inhalando solventes, sin saber que algunos en la comunidad rosa tuvieron esa vivencia.

Cuando escribí sobre los Chombillos, uno de ellos amplió el post con ciertas memorias y confesiones que aquí parafraseo con pedazos de sus correos y su permiso para contarlo:

“Eran tiempos divertidos de vivir en la peda, pacheco y en champis; echando güeva en la telera y demás vicios para saber que estábamos aquí, aunque la mente divagaba. Tuve mi racha de flexero y chemo -thinner y Resistol-, y la neta yo sí incursioné en el atraco, el cantoneo y robo de auto, pero jamás me pasé de lanza con nadie. Era de los que se metía de todo, hasta el dedo ¡Jaja!, pero ya ni tomo desde que me atropellaron por ir como poseído”.

Al salirme de SanCris ya fumaba mota más seguido, pero casi dejé el tabaco y noté estar bebiendo mucho menos; también probé una bolita de opio y bastó para dejarme ansioso al terminarla. Por dentro y desde afuera, entendí que siempre hay quien te jala al vicio, pero engancharse depende tanto de la situación personal como de la sustancia; y que no hay control sobre la adicción, porque al justificarse nos oculta cómo se va volviendo dependencia.

Tengo la fortuna de haberle entrado a las drogas para reconocer, y no por sobrellevar, mi carga emocional. Así comprendí mejor a quienes las canalizan hacia lo creativo, como el alcoholismo del buen amigo y poeta Javier Molina o demás artistas, periodistas, gente de lucha social incapaz de evadir la realidad. Aprendí más sobre drogas en su experiencia que en esas fiestas donde puse a prueba mis límites, sin miedos comprados, ni confiarme en controlar mis malos hábitos ante un refri lleno de hongos. ¡A su salud, mi banda!

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