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EL CABALLO

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Crear una relación con un caballo fue de mis mejores experiencias en el desierto. Como dije en otro post, me ayudó a reconocer la personalidad en los animales para intentar entenderlos y tratarlos con una intención clara; pero también me reveló, a través de mis cuidados o sus retos cotidianos, un carácter travieso, voluntarioso y jalador, así como otros rasgos del mío.

Antes sólo había montado de niño en paseos alrededor de la cuadra, dos veces en la playa y otras con amigos adolescentes, pocas como para sentirme muy chinguetas en una finca en Querétaro donde mis padres asistían a un evento. Renté un caballo aletargado y me pareció fácil cambiarlo por otro medio impetuoso que traían unas chicas, así como fingir entender la indicación del encargado de “Tráelo corto, acá”, juntando las manos a su derecha.

El animal respetó un rato mi autoridad con un trote rítmico y carreras controladas, mas no tardó en enloquecer. Se aceleraba de pronto y yo afianzaba las piernas, le jalaba las riendas y él sacudía su cabeza, dio un reparo con relincho y al fin logré desbocarlo. Como poseído cruzó el campo abierto, el estacionamiento, luego pasó junto al caballerango con tiempo apenas de gritarme “¡Jálele!”, se metió a otro terreno lleno de montículos, comenzó a brincarlos sin detenerse y yo, de plano, me abracé a la cabeza de la silla… Todo mal, pues. Quizá algún salto corrigió mi postura o jaló una rienda para hacerlo girar, pero nomás se paró. No caí, pero callé mi ridículo ante las chicas al volver a la mesa de la reunión.

Entender que no sabía montar me hizo más cauteloso con el caballo de Renato y me dispuse aprender desde encargarme de sus cuidados. Alfalfa en la mañana, alimento preparado por la tarde, agua constante, cepillado frecuente y manejo de cacas según el día. Se la pasaba debajo de un árbol, balanceando la cabeza en un aburrimiento absoluto, que a veces interrumpía con una revolcada en la tierra o al golpear su abdomen con impulsos frenéticos de su miembro erecto. “¡Se está chaqueteando!”, confirmó el vecino Beto, muerto de risa por mi asombro.

Ese caballo era un chamaco travieso. Cuando montaba con Renato detrás de la silla, creo que le chocaba llevarme sobre la grupa -sus nalgas- porque estiraba el cuello hacia atrás para morderme un pie. Me aplicó la maña de inflar la panza al momento de ensillarlo y casi caigo de lado al aflojarse. Pero no se quedó con ganas; un día lo monté a pelo para ir a la tienda de voladita y de un brinco al bajar la carretera me hizo salir volandito. Entre el polvo, la asfixia y la lluvia de tortillas del desayuno, aún lo veo trotar con pasito saltarín de regreso a su árbol.

Ese cuaco era un cabrón voluntarioso. A veces prefería dejarlo elegir camino, se empachaba con nopales, me esquivaba al poner la brida y, en especial, sabía aprovechar mi distracción pacheca para escaparse. Al intentar atraparlo, me dejaba acercar y corría unos metros o se metía calmado entre maleza espinosa; una vez le salí al paso entre una nopalera, en otras se atoró su cuerda, pero en una durante aquel periodo lujuriento tardó tres días en volver a casa, todo jodido y deshidratado, aunque juro haberle percibido una expresión victoriosa.

Ese castaño era un compa jalador. Al poco de mi llegada, ayudamos a los vecinos arreando a sus animales para poder lazarlos y arar sus tierras, a cambio de preparar las de Renato y de paso entrenar al caballo en esta faena (en otro post te cuento más del proceso, junto con la aventura de perdernos en la sierra cargado de costales con tierra negra). En otros retos durante los meses que pasé solo en casa, mejoró como nunca nuestra conexión y su estado físico, como al subir cada fin de semana el cerro del Real para ir a vender artesanía o en los frecuentes paseos para explorar caminos y quizá perseguir un arcoíris…

Es literal. Se formó uno dentro del valle, con su base al alcance tras una lomita, y echamos a correr con la divertida ilusión de ubicar el sitio, con o sin una olla de oro; al corregir el rumbo lo ubiqué junto a un campo de girasoles, pero al seguir corriendo ya estaba al otro lado del río. Justo en el momento cuando el gozo de mi escena literaria se gastó ante el ridículo de la empresa misma, el caballo soltó un largo bufido y por sí mismo, tomó un trote más relajado para seguir contemplando el fenómeno inalcanzable.

Ese momento de indudable vínculo, requirió uno previo de liberación. Al noroeste de Potrero hay una larga terracería en herradura que de sólo cruzarla se inquietaba. Un día al seguirla, se disparó a la carrera junto con mi recuerdo de casi morir en Querétaro. Lo detuve por instinto, me insistió, salí del camino para saberme en control y poder aplicarlo a mi mente, sabiendo que igual no pasa de llevarse un chingadazo. Con un buen grito nos dejé fluir y volvimos varias veces más.

Sentirse al mando sobre un animal tan poderoso, confiere la libertad de poder compartir su fuerza al saber proyectarle autoridad. A eso me refiero con tener una intención clara o así lo entendí después, al ver a César Millán manejar una “energía serena y firme” para tratar a los perros. Quizá entre él y Beto me interesaron en reconocer la personalidad de cada animal, pero estuvo mejor aprenderlo de aquel caballo medio mañoso, vacilador y leal al extremo de retarme a explorar mis facultades y llevarme lo más cerca posible de alcanzar un arcoíris.

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