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EL M. EN EL HÍKURI

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El peyote es el mejor ejemplo de un espíritu en las plantas. Al parecer, puede presentarse en el viaje como una entidad independiente, con un mensaje específico para cada persona. Yo nunca lo he visto, pero siento haber captado de otras maneras su presencia y creo que, si lo trabajo bien, podré congraciarme con él para recibir su enseñanza.

Pasa que la primera vez que lo probé, lo hice todo mal. Fui a Real de Catorce con dos buenos amigos de la prepa, llegamos en tren a Estación Catorce y compré un poco de mescalina a “El Camarón” -traficante local-, que sólo yo comí en un cuarto lleno de moscas al atardecer; no tuve más efecto que un mareo raro, un sueño inquieto y náuseas por el papel engomado saturado de insectos.

Me enteré de la mística del híkuri en los libros de Carlos Castaneda, pero no entendí entonces la falta de respeto en mi ingenua experimentación. Según él, su espíritu llamado Mescalito es uno mismo con el cacto, mientras que otras plantas son llaves para acceder a sus espíritus. Es un poder único, masculino, protector, con forma definida, aunque no constante para todos; y que otorga sabiduría al enseñar la buena manera de vivir, no en términos morales, sino simplificando nuestras propias normas de conducta.

Vivir este periodo cerca del desierto de Wirikuta, también pretendía ponerme en paz con la energía del lugar y con el mágico cacto -venado azul-, por mi visita previa. Fui a buscarlo dos veces y con una intención muy distinta de aquella; aún sin comprender su dimensión como medicina, ni su impacto en las culturas tradicionales, pero sí como parte de un proceso muy personal. Y me gusta creer que ambos me recibieron bien.

Luego de eso, sólo he comido en ceremonias y peregrinaciones con el grupo de estudios Hermondor y bajo la guía del kawitero Juan López -rango mayor de mara’akame, o “chamán cantador”-. Gracias a ellos llegué a concebir su consumo bajo la intención de hacer un trabajo personal, y a su efecto, con todo el potencial transformador que libera el ritual wixárika -y no huichol, o “el que huye”-. ¡Cuánto refleja la vibración de sus cantos el efecto físico que me produce el viaje!

El peyote es único en otros sentidos. En su química, según el trabajo Los Biocatalizadores Divinos, la mescalina es una sustancia diferente a las sicodélicas y alucinógenas, aunque con tantito de cada una. En su carácter, varias tradiciones americanas lo ubican como un abuelo (mientras la ayahuasca es abuela), con relación al fuego solar y con esa facultad didáctica que dotó de toda una cosmovisión a los wixaritari -correcto plural de wixárika-, tan compleja y estructurada como la de cualquier otra religión.

Y en su efecto, obvio en mi caso, resulta poco alucinatorio; las cosas se iluminan y al fijar la vista, sus formas adquieren un movimiento orgánico y fluido… pero nunca un nopal se volvió coyote para explicarme nada. 

Decía que el cuerpo me vibra en una tensión sin esfuerzo, sino por sobrecarga; lo que suele mantenerme alerta, conectado y contemplativo… pero nomás no lo concibo para echar fiesta. Por eso creo también, que el peyote es buen ejemplo del uso bastardo que se da a estas plantas, por considerarlas simples drogas.

Además, me parece más exigente de conocer que otros enteógenos. Por su depredación y escasez, por su difícil acceso y sabor, y por su vínculo con los pueblos que lo protegen como el origen de su identidad. Ni más ni menos. Por eso creo ahora luego de mi irreverencia que, si no se toma en ceremonia con las comunidades dispuestas a compartirlo, al menos hay que hacerlo siguiendo un respeto y proceso propio que le dé sentido… o mejor dejarlo en paz.

Con todo, nada garantiza ver su esencia personificada. Con el M. Híkuri aún no he tenido clases presenciales, digamos unas cuantas “audiovisuales”; nunca me dio el mensaje mesiánico que esperaba nomás por irme a vivir al desierto, pero eso sí, me ha dado muchas pistas que aclaran y simplifican mi perspectiva, cuando llevo la intención correcta.

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