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LIMPIEZA Y CONFORT

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Hay una sensación confortable en la limpieza; después del baño, del aseo doméstico, borrar basura del celular, una buena catarsis en terapia. Pero al volverse una obsesión citadina, resulta liberador saber tolerar lo mugroso. El trabajo físico en el desierto me confrontó con ambos conceptos -no fue limpio, ni cómodo-, me hizo revalorar el ganarse un bañito o la hueva, y cuestionó parámetros de mi desaseo como el haber sido siempre un tipo fachoso.

Gané reconocimientos por ello al graduarme de secundaria, prepa, durante la carrera y seguro entre compañeros de oficina, a pesar de los intentos por mejorar mi atuendo cuando volví de Potrero. En general, lo de moda me incomoda y me vale madre el grooming estético, que no es lo mismo a la desidia de acostumbrarme a tender la cama, pasar la aspiradora o lavar más seguido el coche (mi pretexto es una maldición de Tlaloc, porque cada vez que lo hago, llueve).

Si bien implica una proyección de personalidad, creo compensarlo con tener siempre bien ordenado el lugar donde habito. Aunque no fue así viviendo con mis padres, al salirme unos meses para hacer el servicio social descubrí que no tenía problema en ser más proactivo, crear hábitos o adaptar mis formas, cuando las mujeres organizaron rondas y protocolos de aseo entre once estudiantes compartiendo el espacio.

Lo puse a prueba años después, como narré en otro post, al irme a vivir el desierto para confrontar a fondo mi estilo de vida citadino. No logré privarme de comodidades, como pensé antes de llegar a la casa de Renato: “Qué esperabas, wey”, bromeó, “No iba a andar de hippie con la familia”; pero el mismo entorno me hizo evidente lo necesario de barrer a diario, atender animales, curar heridas o hacer maña lavando ropa a mano con poca agua.

En medio de todo, nada tan acogedor como el cuartito que me acomodaron entre las herramientas y enseres del caballo. Recuerdo en especial un hoyo en la pared, por donde entraba a despertarme un exquisito rayote de sol matinal con su circo de polvo flotando por encima de mi cama. En otros tiempos fue una cocina, así que el hoyo era chimenea, y quizá conservaba el único techo de tierra original en el pueblo luego de que una tromba lo dejó en ruinas y provocó su abandono por ahí de los años setenta.

Luego me pasé al terreno de Renato donde había dos cuartos juntos, el más grande con un foco y el otro con ventana, había una mesa, llave de agua al exterior… y ya. Por unos días cociné sobre fogata, porque pronto instalamos unos tablones, una hornilla y su tanque de gas; yo usé huacales y tablas como cajones con repisas, dormía sobre petates y cobijas, me duchaba con manguera tras la puerta, y aunque me acostumbré a ir al baño de aguilita, tarde en caer en cuenta de la necesidad de enterrarlas.

Asumir pautas de limpieza hace del acto un ritual personalísimo. Cada quien elige momento, método y estímulos para hacerlo más agradable, e incluso el que a veces resulte un fastidio refleja el impulso de conservar lo hecho y una resistencia natural a la renovación. Pienso como mejor ejemplo en el profundo valor de la higiene en la cultura mexica, en el simbolismo de barrer lo gastado fuera de casa o en sus aún vigentes tequios -de tequitl, trabajo o tributo-, y así mismo recuerdo un amigo de Huautla que adoraba ensuciarse en su chamba como prueba de un esfuerzo bien hecho.

En un poderoso viaje de hongos estando allá, percibí la visita de un Maestro de nombre y estilo hindú. Dejó en mi mente el concepto de que todo trabajo, por sí mismo, ensucia; incluso a nivel celular, el intercambio de actividades crea un desgaste que al ser eliminado restablece el orden dinámico de cada función. Ritualizar el aseo implica el orgullo de ofrendarlo, fluye con una energía femenina, lleva la intención de renovar y tiene cierta onda animista al reconocer una armonía activa entre las cosas.

Intento asumirlo en más aspectos de mi estilo de vida o recordarlo al menos al pasearme con la aspiradora. Y cuando me vale madre, pongo el robotito barredor. Vivir entre el polvo abrió mis parámetros de limpieza y confort para entender la correlación entre la casa y el cuerpo, en donde prefiero la comodidad sobre el lujo, el orden a lo pulcro, tan solo un buen rayo de sol. Ahora sigo teniendo una facha hipiosa, pero por más cómoda que parezca la nueva moda, no salgo a la calle en piyama.

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