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LOS ANIMALES

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Tres meses antes de escribir este post, murió mi mascota en su pecera. Su recuerdo y el de varias otras complementa la perspectiva de mi profundo contacto con los animales en el desierto, en función de la diferencia entre cuidarlos por su compañía -o desplazamiento afectivo-, por sus servicios al hogar o, al contrario, cuando debes cuidarte de ellos.

De niño tuve algunos perros y dos tortugas japonesas, en la prepa fue una iguana, más adulto me regalaron peces betta y un sapito panza roja… y de cada especie viví al menos un final trágico con muy distinto impacto emocional. En cambio, la Chapa -una culebrita de campo- se apagó en la calma del cautiverio fortuito que la puso bajo mi obsesiva atención citadina.

No voy a narrar aquí los traumas de esos apegos, ni explorar su presencia simbólica en mi crecimiento, ni profundizar en las costumbres campiranas de utilitarismo y maltrato animal; quizá para otros posts, pero todo en contexto le da un nuevo sentido a cómo influyeron en mí desde la primera noche en Potrero, con aquellos cantos de búhos y coyotes revelándome tan vulnerable ante la naturaleza y mi desierto interior.

En casa me asignaron alimentar a los animales para ganar su confianza y luego de un tiempo, gracias a mi relación con el caballo y nuestro vecino Beto (quienes sí merecen un texto especial), comprendí que todos manifiestan su personalidad y conviene distinguirla para interactuar con ellos bajo una intención clara.

Había cuatro perros. Uno confinado a la azotea del que no recuerdo el nombre; Ruso, quien de forma incomprensible se escapaba del terreno para acompañar al anterior en casa; Gringa, protectora y confiable como para andar suelta; y Negro, siempre amarrado en el patio porque se comía las gallinas. A él lo extraño como propio y le di afecto de mascota, a pesar de que recibían en general un riguroso trato de guardianes.

Estaba la gata, sólo así nombrada y tomada en cuenta por su rol en el control de plagas. Sus tres crías quedaron a mi cargo cuando me mudé al terreno y aunque me entretenían en su desmadre y obsequiaban bichos muertos en su arenero, la verdad, me volvían loco. Pobres; fui hostil con ellas, pero ahora sé que la magia felina disuelve energías y reconozco su papel vital para permitirme ciertos desahogos emocionales.

Tenían una chiva para ser vendida y/o cocinada. Con las mismas dotes escapistas de Ruso y el caballo, una vez logró colarse en una ruina cercada para devorar diez plantas de mota cultivadas con esmero por Beto. Días después, un coyote de mayores artes la secuestró sin alertar siquiera a los perros, mostrándome que guardar la vida no siempre depende de los mejores cuidados.

En Potrero las mulas y caballos vagan libres por el valle y sólo se capturan para las faenas. Por eso en temporadas de celo, las noches retumban por estampidas de frenético mestizaje con saldos de orejas mochas, patas renqueantes y zonas en carne viva. Al verlos todos tan jodidos pensé en la explotación de sus dueños, pero resulta que el estado salvaje puede causarles peores consecuencias.

Así pues, cuando los animales no sirven al hogar, deben mantenerse a raya. A Beto, como estaba medio loco y tenía un don para entenderlos, a veces le encargaban domar potros, sacar víboras de los corrales o tirar colmenas en las casas. Conocía detalles para tomar insospechables precauciones, me enseñó a sacar miel sin lastimar a las abejas y presumía relatos barbáricos de sus días en el tráfico ilegal de especies.

Me cuesta explicar la influencia de los animales en mi vida con todo este contexto que fluctúa entre tratarlos como mascotas o empleados, de un desapego pragmático hasta la pasión por entenderlos, sabiendo cómo les desplazamos las frustraciones del campo y las carencias urbanas -maltrato vs. obsesión-. Se me ocurre como ejemplo, encontrarme ahora más tolerante a la fiesta brava que ante quienes besuquean la lengua de sus perrhijos.

Condeno la compra de mascotas exóticas, pero recibí a la Chapa con gusto y la intención de agradecer su compañía con respeto para no limitar su lado salvaje con mis afectos. La llamaron así porque logró salir dos veces de su encierro y claro, por la serie homónima de Netflix; por eso, en el esmero de crearle un hábitat con arena, plantas y cuevas de fósiles que traje del desierto, incluí un tronquito saliendo de la pecera a una maceta para que pudiera ejercer su instinto escapista.

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