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LOS CHOMBILLOS

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Cuando di clases en preparatoria a jóvenes entre cinco y ocho años menores que yo, entendí la vocación docente de mi mamá y cuánto decía aprender de sus alumnos. Poco después llegué a San Cristóbal, donde compartí a ratos el desmadre del vicio con mis vecinos, chavos locales de esa misma edad que me enseñaron mucho de otras realidades en la vida.

Los mencioné en el post sobre mi banda de una manera general (por prudente anonimato) e incorrecta, según me indicó uno de ellos. Fe de erratas: donde dije “Chumbillos” era con letra “o”, porque a alguien le decían “el Chombo” y nos fue simpático unificarlos bajo el apodo sin tener idea clara de qué quería decir… era algo más relacionado con su valemadrismo que con su significado étnico -negro mestizo- o su referencia zoológica -zopilote tabasqueño-.

Entre varios rentaban la última casita del fraccionamiento, que llamamos la comunidad rosa, sacando dinero como podían de meseros, de sus padres y bisneando, a veces al borde de lo legal sin haber llegado nunca al atraco, según me contaron. Uno de ellos, como ejemplo en otro post, lo que sacaba eran medicinas controladas de una farmacia.

Su espacio era una alegre guarida de excesos afterhour con sólo una cama frente a la tele, tres sillas y un sillón rescatado de la basura, su hornilla de gas y una mesa de madera. En cuanto aquello se volvía pocilga, Laia y Mayra organizaban el tequio desde la casa al frente haciéndolos notar la densidad de sus propias vibras adictivas durante la cruda… y luego les hacían de desayunar.

Mi madre, maestra de filosofía con especial gusto por Sócrates, igual instigaba las mentes de sus alumnos con el peligro corruptor del libre pensamiento para que llegaran a sus propias verdades. Yo me comporté distinto. Nunca pretendí aleccionarlos ni ser motivador de consciencia, sino que acepté corromperme con ellos.

Comencé a fumar mota todas las tardes viendo interminables repeticiones de Dragon Ball, mientras me instruían en cultura y terminología de enervantes. Luego cambió la dinámica junto con su consumo y la mesa donde rara vez comían se volvió “el laboratorio”, sumando a la parafernalia pacheca los insumos para cocinar cocaína y limpiarla de las creativas diluciones del tráfico local… hasta yeso de la pared, según decían.

Apenas entonces la probé. La verdad, es raro; aunque siempre fui fresón con las drogas, ésta ya era común en los noventa e incluso la usaba una chica con quien salí. Los Chombillos le metieron duro por unos meses hasta que llegó la temporada de lluvias, y con ello los honguitos, generando un periodo de mayor reflexión en la comunidad rosa.

En esa transición, salí de viaje dos semanas y al volver hallé mi refrigerador lleno de Santitos y el laboratorio instalado en mi cuarto. Los primeros hicieron obsoleto al segundo. Viajamos juntos algunas veces y en la sencillez de su perspectiva -ya sin coca- noté cómo empezaron a surgir nuevas opciones en sus vidas y dinámicas en nuestras relaciones.

Por ejemplo, uno me narró sus experimentos preadolescentes con el chemo, por lo cual lo metieron medio año de secundaria a un internado adventista. Hicimos la escaleta para un cortometraje y yo, una serie de reportajes en la radio sobre las condiciones y programas públicos del creciente consumo de solventes en San Crisis.

Recuerdo que las chavas les armaron un rally con preguntas filosóficas para encontrar las esferas del dragón (ya me enviaron fotos); que adoptaron un perrito y una planta de mota llamada Micaela; que el Chombo tuvo una hija con una alemana quien rentaba otra de las casitas; y que hubo planes de retomar estudios o de volver un rato a casa de sus padres en un sabio cierre de ciclos.

Según me cuenta otro, le costó un accidente con múltiples fracturas “hacer conciencia y decidir dejar todos los desmadres”, mientras yo sólo volví a meterme coca unas tres veces desde entonces. Con eso tuve para entender -sin compartir- esa fascinación por algo que enaltece el ego y por esa vida de excesos que nunca me atreví a conocer, además de ayudarme a re evaluar mis límites al comprender la vivencia de los demás.

No aprendí a cocinar piedra ni a ponchar bien un toque, pero ellos se divirtieron mucho reeducándome por fresa. Así con mis alumnos como entre Chombillos, entendí que tener más años no implica en sí una mayoría en experiencia. Ahora es delicioso mirar mis veinticinco, cuando los duplico, y encontrarme tan ridículo por haber creído eso y que me estaba “volviendo viejo” entre ellos. 

Supongo es una forma de defensa ante asumir que otros se adelantaron en aquello que preferí excluir de mi camino. Agradezco apenas haber conocido esas otras realidades que crean la necesidad de evadirlas, y aunque ahora me da por ponerme más aleccionador, siempre aprovecho cuando alguien más joven me da la oportunidad de renovar mi pensamiento. Espero haberle aprendido bien eso a la maestra chingona que fue mi mamá.

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