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LOS MÚSICOS

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En general, procuramos la música en tres sentidos: para escuchar, expresarla (cantar, bailar) y/o como fondo de compañía. Pero quienes la hacen, alcanzan otro nivel de comunicación o hasta comparten rasgos de personalidad. Mis facultades en la guitarra no llegaron a tanto, por ciertos bloqueos que me hicieron desidioso en la práctica y juicios aprendidos sobre el ser músico, que empecé a liberar a partir de la frase de mi carnal Chon: “No soy una rocola, amigo”.

Era un llamado a romper ese papel que yo asumía en quien lleva su instrumento a una fiesta, ante el hartazgo de que a cada rato te pidan tocar Hotel California para poner a cantar a los demás. Como ya escribí antes sobre la influencia filosófico-musical de mis amigos Mago y Chon, en este post agradezco la de otros artistas entre mi banda de San Cristóbal, por ayudarme a comprender la esencia de la entrega creativa y su necesidad de dar melodía a la vida.

Durante la mía, también probé las artes escénicas (actuación, narrativa oral, pantomima) y las plásticas (cerámica, artesanía), pero quien se dedicó a ello de profesión fue mi hermana Sofía, ahora bastante reconocida como una chingona curadora y gestora cultural. Mi mamá tocaba la guitarra y adoraba la trova, mi papá tiene buena voz para cantar y escuchaba música clásica en casa; sin embargo, nunca los vi practicar juntos y me hicieron aborrecer a José Luis Perales y José José de tanto repetirlos.

A mitad de la primaria, pintaba en mis pupitres logotipos de bandas de Heavy Metal que no podíamos escuchar a esa edad. Luego las conocí en secundaria cuando empecé a tomar clases con Pepe Coggiola, célebre guitarrista sateluco -del suburbio Ciudad Satélite- y maestro de cada metalero y otros grandes músicos de la zona, como Fernando Delgadillo. Al entrar a la Universidad dejé las clases y la práctica regular, para retomarlas hasta veinte años después con Daniel Reséndiz, el tipo más alegre en la escena del blues.

Mis bloqueos musicales se generaron en la preparatoria. Uno fue un recital escolar para el cual ensayé con obsesión la pieza clásica Jesús, alegría de los hombres, de J.S. Bach. Ante un auditorio lleno, mis dedos entraron en una tembladera incontrolable brincando sobre los trastes sin poder presionar las cuerdas; me detuve y comencé desde el inicio, pero los nervios ganaron de nuevo, creando un desmadre acústico que apenas logré terminar y sigue siendo la mayor vergüenza en mi vida.

El otro bloqueo fue una intensa negociación con papá, para dejarme tener una guitarra eléctrica. El problema no era el instrumento, sino su temor de volverme rockero en vez de estudiar una carrera “productiva” y que eso me llevara a las drogas. ¡Vaya cosa! Nuestro acuerdo firmado por escrito, incluía la condición de mantener mis calificaciones y de no usarla para formar una banda, lo cual convertí en inseguridad al echar el palomazo recayendo a veces en la temblorina de mis dedos.

Así fui perdiendo el gusto por practicar y comprobé el cliché de lo celosa que es la lira cuando se le pierde atención por desidia. Sin embargo, cargué con ella durante todos mis viajes, en buena parte por mera pose ante las chicas, a pesar de ya no poder conciliar mi carácter metalero con ese papel de ser rocola-alma-de-fiesta, tocando canciones de moda para animar la fogata.

En SanCris eran frecuentes estas reuniones, pero varios músicos también pensaban como el Chon. Apenas complacían algunas peticiones antes de tocar sus propias rolas o armar el jam -improvisar-, aunque la gente se distraía platicando porque ya no podía cantar y ellos terminaban sintiéndose ofendidos. Entiendo el desaire, y a la vez me revela algo de una personalidad sensible y protagónica; había uno, como ejemplo extremo y mamón, que no saludaba de mano por miedo a “perder su toque”.

En especial recuerdo la virtuosa guitarra de Tim Trench, cada fin de semana en el bar Madre Tierra y en muchas tocadas con ensambles de diversos géneros; la capacidad de Fermín Mohan para dominar varios instrumentos, convirtiéndose hoy en un destacado jazzista y maestro de la cítara; la sensible exploración de Beto Velasco, tanto en las percusiones como en su expresivo trabajo escultórico y en otras artes plásticas.

Donde estuvieran y en cualquier momento de la plática, sacaban los instrumentos para seguir con ellos la conversación. Al verlos fluir entre nuevas notas y leves gestos indicando sus cambios, entendí ese nivel donde coinciden con los matemáticos cuando generan sus fórmulas en rítmica sintonía sobre un mismo pizarrón. En este lenguaje afín que moldea sus mentes y relaciones, mi banda de SanCris me invitaba a acompañarlos con los coros, o un panderito, para liberar un poco mis bloqueos sin temor de arruinarles el show.

Esa personalidad alivianada, de trato ligero y profundo gozo creativo, me ayudó a liberar los prejuicios de una formación musical poco participativa, de interés protagónico estilo bohemio, pronosticándome morir de hambre o caer en la drogadicción. Ahora me parece una forma de vocación de servicio a la humanidad.

Adoro la música y admiro a quienes la hacen, aunque casi no bailo y ya ni me acuerde de Hotel California. No cualquiera la lleva en la sangre; se puede tener facultad o desarrollarla con disciplina, pero se nota cuando alguien tiene su Rh en clave de Sol y al tocar comunica algo más valioso que ser el centro de atención… como rocola en fogatada.

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