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LOS REVOLUCIONARIOS

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Una persona revolucionaria se define por rebelarse contra lo establecido o innovar en su entorno, y cabe añadir aquí un tercer sentido: Generar movimiento o remover las cosas (en el Rock serían el punk, el metal y el progresivo). Conocí pocas en mi fresón ambiente familiar, estudiantil y laboral, pero tengo ejemplos grandiosos en algunas amistades actuales, en mis padres y en la banda de San Cristóbal, quienes guiaron mi pensamiento izquierdoso hacia la evolución de la consciencia, el valor de lo comunitario y una postura política.

Varios textos en esta Temporada mencionan mi contacto con el zapatismo en SanCris, también muy fresa, por cierto. Vivir allá me permitió ver el inicio de la marcha de los 1,111 pueblos, y trabajar en la radio me enfrentó con el racismo en su sociedad y la indignación por la masacre en Acteal. Atesoro las historias legendarias de reporteros de guerra, bases de apoyo y extranjeros socialistas atraídos por la magia del lugar, así como otras más cotidianas de poetas y locos con ideas romantizadas sobre el indigenismo.

Justo el post que más ayuda al contexto, es el dedicado a la banda; “Te diré con quién ando, para decir quién soy”. Porque explica cómo mi atracción por la lucha revolucionaria coincidió con diversas batallas de mis amigos, tomar distancia del activismo oenegero, el impulso femenino para hacer comunidad, con mi única actividad insurrecta y mi acercamiento teatral a un guerrillero torturado, actuando bajo el método vivencial de Stanislavski.

Entre las batallas de aquellos con genuino interés antropológico o humanista, varias fueron ante los intereses turbios de las ONG, la censura a sus reportajes o por probables infiltrados del gobierno (CISEN). Y entre mis ejemplos del sentido revolucionario, Heike, la pareja de Renato, realizó ataques rebeldes contra la banca europea en los años setenta; mi carnal Chon fue innovador experimentando con su música y estilo de vida antisistema; y el Mago, quien sí combatió en las Malvinas, removió nuestras consciencias con su poesía.

Mi única actividad clandestina, decía yo, también fue algo más fresa. Ya había regresado a la ciudad y una amiga de las bases zapatistas, con hermosas facciones mayas, me pidió llevarla a recoger un decodificador de señal para frecuencias del ejército. Fue un obsequio a la causa del hijo de un diplomático, que además nos mostró algo del software de principios de siglo para manipular tarjetas de crédito.

En mi historia personal, desde niño aborrecía el malinchismo, debatía con los profesores y admiré al de Historia en secundaria, quien pasó dos días oculto en un tinaco de Tlatelolco en la matanza del ‘68. Mi mamá era la de ideas marxistas, de amor al pueblo y música de protesta; pero fue mi papá quien terminó enfrentando al corrupto sistema judicial, así como ahora al fanatismo derechista en su entorno.

Con ella fui a mi primera manifestación, la caravana zapatista que llenó el zócalo en marzo de 2001; sin embargo, he ido a muy pocas más. Por mencionar las recientes y afines, acompañé una contra el infame genocidio en Palestina, otra para despenalizar los hongos psicoactivos y la de los 10 años por la masacre y ocultamiento de Ayotzinapa. Ahora, tras las “mareas rosas”, resulta innegable el valor del movimiento social en todos sus estratos, como parte de nuestra identidad cultural -el terremoto místico del Nahui Ollin-.

Así se vivió aquella Marcha del color de la tierra compartida con mi madre, gente fresa y de barrio, campesinos y empresarios, bajo la primera causa en común que removió nuestras consciencias: “Nunca más un México sin nosotros”. Así procuro apoyar a mi banda activista en ecologismo, feministas, animalistas, pro migrantes o pueblos originarios; quizá algo tibio en compromiso, pero desde una profunda empatía, esa que me enchina el cuero al oír el clamor de las consignas normalistas, tan catárticas como el canto ritual de los Lakota.

No niego mi suspicacia por apoyos turbios y opiniones muy válidas contra Marcos y el EZLN. No venero ídolos, sólo respeto a mis íconos. El zapatismo marcó mi vida, cuando me creía muy rojillo, confrontando mis esquemas del sistema individualista de privilegios con el testimonio evolutivo de sus modelos de vida comunitaria -Caracoles-. De la misma manera, mis amigas de la comunidad rosa me ayudaron a revolucionar mis patrones introvertidos, para saberme adaptar a nuevos entornos y participar en la reinvención de mis espacios.

No me considero militante comunista, porque nunca me puse a entender a Marx. Me hace ruido el concepto de democracia, por la farsa del sistema de partidos. Critico el poder del gobierno morenista, pero es mucho más importante denunciar al judicial, económico y militar. Disfruto lo votado por el progresismo, aunque me encabrona su laxitud en las reformas de mayor impacto popular (fiscal, minera, pueblos indígenas…). El punto está en cómo llevarlo a la acción.

Admiro el instinto de lucha contra la opresión, desde reconocerme en un activismo fresa. Así mismo, siempre tuve admiración por la rebeldía anarquista del punketo, pero no me atreví a tanto y opté por ser metalero, para innovar dentro de mi entorno establecido. Ahora pretendo llevar mi instinto revolucionario, de manera progresiva, tras la causa de brindar salud a la comunidad o de al menos remover alguna consciencia a través de mis letras.

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