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MI AHIJADO CHAMULA

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Dicen que soy bueno con los niños. Los bebés se me quedan mirando, no temo portarme ridículo, disfruto retarlos jugando y nunca les hablo con balbuceos. A mi edad, sin embargo, me canso pronto de retozar, me engento cuando hay muchos y no he tenido hijos propios. Escribir la historia de mi ahijado Juan, me señala algo del por qué evadí la paternidad.

De entrada, acepté apadrinarlo bien pedo en el carnaval K´in tajimoltik -Fiesta del juego- de San Juan Chamula. Tengo un recuerdo turbio de Juan -papá- diciendo que me quería pa’ compadre, luego de compartir cervezas y vasitos del aguardiente pox entre el bullicio de entendernos en idiomas diferentes en una plaza llena de grupos de bailadores, gente paseando animales y la humareda de la pasarela en llamas para el tradicional “Salto al fuego”.

Días después llegó a buscarme a la estación de radio para acordar los detalles, mientras yo luchaba por recordar el acuerdo. Ya tenía seis meses en San Cristóbal y acepté con honor, tanto como por sentirme responsable. Cuando salió de la oficina, me explicaron el enorme valor que dan al bautismo en su adaptación de los ritos católicos y me alertaron de cómo, en ese mismo sincretismo, algunos chamulas buscan padrinos extranjeros para ayudarse en los gastos.

Me acompañó M., aunque jamás se aclaró su rol de madrina. Llegamos con un balón de regalo y mi cartera preparada a la iglesia de San Juan Bautista, donde las familias cubrían toda la orilla del atrio formadas a la espera del sacerdote. Sólo en esta ocasión puede entrar a oficiar un sacramento y el piso se limpia de velas y hojas de pino (no hay bancas). En igual formación al interior, llegó mi turno de cargar a Juanito sobre la pila y me dijo algo divertido, sin sorprenderle verme entre la gente ni importarle detener el flujo para seguir platicándome con el niño en vilo.

Al salir, volvimos a ocupar un lugar en la banqueta del atrio para comer y convidar tragos con otras familias, pero ser el güero de la radio nos consiguió una mesa con sillas y cierta popularidad en los brindis del festejo. Luego tomamos una camioneta a su casa donde quería mostrarme a casi una decena de hijos alineada como en marimba, las tierras de cultivo, sus figuras artesanales y el pox preparado por la ocasión.

Desde el carnaval me quedó muy claro el poder de este mágico destilado -maíz, caña, trigo- y lo grosero de negar la oferta de un trago. En su tradición tzotzil y en la tzeltal, pox significa medicina y curación al usarse en dosis especiales para entrar en contacto con el espíritu; aunque en la moderna Chamula, se bebe por todo como una muletilla social. Toda la escena en casa es otro feliz recuerdo turbio, hasta subirnos al colectivo de regreso y ponerme en manos de M. para meterme en un taxi llegando a la ciudad.

Volví tras unos meses bajo la consigna de tomar menos, por lo cual me acuerdo bien de dos solicitudes del compadre: llevarle cocos de mariguana para sembrar y quedarme con Juanito… Que dizque el chamaco quería estar con su padrino. Incluso le preguntó en confirmación, pero sólo logró asustarme más. En mi siguiente visita resultó fácil conseguir las semillas y aprovechar la noticia de iniciar mi viaje al desierto como un motivo de no poder llevarme al ahijado.

En dos ocasiones pregunté a mi compadre su apellido y en ambas respondió “Juan”; -¿Juan Juan?- insistí en confirmar, y así lo asumí. Tardé varios años en regresar a Chiapas, me llevaron a buscarlo en auto y nunca pude encontrar su casa ni referencias en el pueblo, obvio, bajo tal nombre. Mis compas del grupo de rock chamula Vayijel sugieren que pudo reservarse su nombre en tzotzil o quizá no me entendió, y tampoco reconocieron a la familia por mis fotos.

Mucho después, al inicio de mi temporada en Huautla, me pasó algo similar con una niña increíblemente astuta e inquieta que iba a casa de Hugo llevada por una abuelita. Quedó a su cargo por una tragedia, pero la señora rogaba en voz alta por alguien que la relevara. Sentí una gran afinidad con la pequeña y el mismo conflicto de si al volver a esquivar esta aparente desviación en mi camino, podría estar perdiendo otra oportunidad de vida.

Ahora sólo me queda desear su bien y que las redes lleven este post con sus fotos hasta mi ahijado. Ambos casos de evadir la opción de una tutela reflejan el egoísmo de mi mentalidad poco flexible, y me señalan cómo el desinterés por la paternidad y la elección de mis relaciones ocultaron el miedo a esa responsabilidad. En experiencia y en cambio, tuve la fortuna de haber acompañado el paso de adolescentes a adultos (y de ser abuelo) de los tres hijos de mi pareja Claudia.

Quedan muchos aspectos sin mencionar y trabajo pendiente para profundizarlos. Tengo una buena relación con mi papá y la importante labor de mejorar mi comunicación hacia él en respeto a sus formas… léase, “Aún discuto con mi paternidad”. Se trata de buscar otra manera de desarrollar ese sentido de madurez que aplica en el ritmo de la vida misma, más allá de pasar los genes, por participar en la formación de una persona y poder aprender de cómo refleje la mía.

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