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PERDER LA INOCENCIA

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El primer paso para trabajar sobre la conciencia es observarse, y el segundo, asumir responsabilidad. Mi M. (de Maestro) Uru define de elevada manera este proceso que inicia con el darse cuenta bajo la máxima “El pedo, soy yo”, la cual invita a dejar de culpar a lo de afuera como primera reacción contra lo que se ve mal desde adentro.


Comprender antes la frasecita, me habría evitado sentir ofendido por varias oportunidades de expandir mi estúpida visión juvenil. En especial, ante las frecuentes confrontaciones que viví en el desierto, por mi clásica condición de citadino fresa desubicado cuando se expone al mundo real; tantas, que se ganaron un tratamiento especial en esta temporada.


Por ejemplo, cuando alguien de unos dieciocho años, pudo burlarse de mí al pedirme compartir el toque: “¿No sabes ponchar?”, me dijo confundido entre la imagen de autoridad que intentaba proyectarle y mi terrible desempeño como pacheco; “No me salió, chingá; fumo poco y uso pipa”, pero de nada sirvió justificarme, me puse en evidencia frente a un adolescente de pueblo con más colmillo que yo… y el pedo, fue mi pretensión de lucirme.


Si en San Cristóbal reconocí mis máscaras aprendidas, aquí me tiraron las de fábrica: las de familia, educación y clase social. Un vecino joven, así como el otro, pero más afable y que nos ayudaba a construir una barda, se atrevió a preguntar con desconcierto: “¿Y si tienes una carrera, pa’ qué andas haciendo esto? Yo me habría largado de aquí”.


Y cómo no. Durante esos días de trabajo comprendí su desesperación -y la de muchos- por concebir un futuro, la necesidad que obliga a jugarse la vida en la frontera o las minas de carbón, y la alta consciencia -nomás de algunos- para resistirse a la alternativa del crimen y asumir sin rencor un sistema de privilegios que no le fue otorgado.


¡Cuánta falta me hacía tocar tierra! Porque además, llegué bajo la candidez de una enorme chaqueta mental, salida de algún momento de elevada pachequéz: la posibilidad de ser iluminado por algún mensaje del peyote o de obtener una guía sobrenatural sobre un supuesto destino… El problema siempre es el Yo.


Qué pendejito. ¿Cómo no me iban a agarrar de botana? Y más Renato, quince años mayor que yo, artesano y depositario de toda una tradición de albur y carrilla carcelera en los barrios chilangos; o Heike, su mujer, activista punk que en los años 70 participó en revueltas contra la banca europea; o Beto “loco”, el vecino mecánico que aparte de experto en la fauna local, también fue pollero y traficante.


Me puse de pechito al bullying, y peor, para asumir como algo aspiracional estas vivencias tan ajenas. En esa disposición por derrumbar mis esquemas y máscaras, adopté comportamientos que no me eran propios y cuestioné mis creencias, para encajar entre quienes yo estaba proyectando mi imagen de autoridad. Preferí la sumisión para no sentirme ofendido. ¡Cedí mi voluntad, con una chingada!


Estas confrontaciones con otras realidades, como decía, son tema para tratar en otros posts y con más calmita. Como cierta ocasión que acampamos con un exconvicto por asesinato. Ya antes había trabajado y hecho amistades en una prisión de Chihuahua durante mi servicio social, pero en mi candor imaginativo, el delincuente ahora dormía a mi lado en el desierto… El pedo, claro, sólo estaba en mi mente.


Nuestros tiempos dan algo de crédito a la frase “Piensa mal y acertarás”, pero incluso la postura más maliciosa resulta ingenua cuando es unilateral. Una actitud cerrada predispone a sentirse ofendido, culpa a otros o a las circunstancias por miedo a asumir lo propio y se aferra a las máscaras que protegen el confort del implacable despertar del entendimiento.


El tercer paso, pues, para trabajar en hacer Consciencia, es tomar acción. Según el M. Uru, es cosa de ir puliendo el ego al corregir los pedos de los que sí se es responsable -y sin comprarse los de otros-, ya que, en su opinión: “Las personas no cambian, sólo adquieren más sentido común”. Yo no me siento maleado ni colmilludo, tan solo reconozco la fortuna de no haber tenido que vivir esas realidades que, incluso, suprimen la inocencia, para darme cuenta de la propia.

 

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