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SER FRESA

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Siempre he vivido a la mitad de dos mundos… cargado a la izquierda, cabe decir. Y para quienes pasamos periodos de vida en la inadaptación, cabe sugerir encontrarle algún sentido; ya que ese aparente obstáculo, suele marcar la ruta hacia una identidad más propia.

Durante mi primaria, a fines de los años 70, fui un introvertido matadito defensor de lo “hecho en México” ante el anhelo infantil de la fayuca gringa. En la secundaria, ya en los 80, cambié de nerd a metalero tras un año de ir en Top Sailers a las “tardeadas del Magic” -antes disco, no antro-, así como de las amistades suspicaces por mi súbita rebeldía semi vandálica. Y en mi paso por una universidad elitista, en la década de los 90, refrendé mi título de prepa “Al más fachoso” con un aspecto desgarbado propio de los 60’s.

Para mi familia soy quien más drogas conoce, y para los conocedores soy todo un hijo de familia; para los clasemedieros soy una especie de hippie, y para el barrio, un burgués de una clase medio especial; soy “bien espiritual” para los de a pie y un mundano para los newage. Mi péndulo me llevó de ñoño a metalero, hasta un ambiguo estilo anacrónico; así como pasar de publicista a terapeuta alternativo, me hace hoy una especie de bloguero chavoruco.

Supongo que todo esto, sumado a la educación liberal de mis padres, pragmática de un lado y filosófica por el otro, me han hecho evitar de mil maneras el status quo de mis tiempos y entorno social… pero nunca me di cuenta de ser tan fresa, hasta que viví en el desierto.

Renato fue gran promotor de esta toma de conciencia, chingándome por ello. Y aunque siempre fui consciente de mis privilegios de clase, fue vivir entre quienes trabajan la tierra –y las minas, en la obra o de coyotes en la frontera– lo que metió mi mente en perspectiva, como un zape que vence la resistencia del cuello en humilde actitud. Así que, para sacudirme el concepto, me puse a cargar piedra, cuidar milpa, montar caballo, vender artesanía y a fumar mota al parejo de Renato.

Hace poco, una joven muy querida y parecida a mí, se incomodó cuando acepté su burla de ser bien fresón, replicando en qué detalles lo era ella más que yo. Gracias a esa misma enjundia y edad con la que renegué a muerte de ello, y al zape figurativo de enfrentar la realidad, entiendo que siempre seré fresa por la cuna, estudios, color de piel, no usar drogas químicas o todo indicio de capacidad adquisitiva.

Sin pedos, pero nunca por la actitud clasista y superficial. Ni siquiera considero que mi experiencia sea extrema, de película o ejemplo de nada ¡Hasta en eso soy fresa! Muchos han viajado más que yo por el planeta, los pueblos y la mente; y trabajado mucho más que yo por los pueblos originarios, su salud y la consciencia humana.

Pero en este desierto, al alejarme del confort de lo convencional pude asumir la visión de quienes me lo señalaban, y en su soledad descubrí que adaptarme a entornos ajenos no cambia quien soy, mientras no sea por la necesidad de pertenecer, sino de sacudirme la inocencia conservadora de una visión unilateral.

Durante mi posterior vida de trabajo, volví a sentirme inadaptado en el “loco” mundo publicitario, porque ni ahí logré encajar del todo; pero me fue más fácil saber que uno cabe donde pertenece, lo cual no debe buscarse afuera, ni se encuentra bajo la comodidad de las máscaras.

Mis tiempos de dicotomías daban a escoger entre echarle ganas para ser exitoso o la sumisión a los roles de la vida­; pero a mí, el buscar ser menos fresita marcó un tercer sentido en las rutas. Cuando se vive entre dos mundos -o no se encaja en alguno-, conviene pensar que la vida enseña a estar consigo y asumirse, para luego expandirse hacia los demás, al mundo, hasta nuestro mayor potencial.

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