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TRABAJAR CON EL CUERPO

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Miguel tenía muy claro, que el cuerpo se habitúa a todo. A mí me costó una madriza comprobarlo. No sé qué me entró en la cabeza para hacerlo a través del agotamiento y de exponerme al dolor físico… y ni siquiera sé si el muchacho se llamaba Miguel; pero cómo quiero agradecerle la dosis de realidad de su ejemplo y su efecto en mi capacidad de adaptación.

Lo mencioné en otro post por su desconcierto al tenerme de chalán, cargando piedras y haciendo mezcla, siendo yo un recién titulado. Durante toda mi etapa escolar, pienso ahora, Miguel la pasó chingándole como la mayoría de la población: A puro músculo. Desde sus primeros pasos en la milpa y pastoreando chivos, hasta los que desandó al volver de la frontera y de las minas de carbón.

Por eso prefería la construcción, y distraerse ayudando a Renato con el muro de entrada a su terreno, por el poco pago que ningún albañil del pueblo aceptaba. ¡Y el chavo lo levantó con plomada! No sólo era esmerado en su hacer, sino generoso en las mañas del oficio, y es que, como decía al compartir nuestras extrañas situaciones laborales, “Hay que habituarse”.

Y sí, hay que habituarse, me gustaría confirmarle; pero no acostumbrarse a sacrificar a lo pendejo. En esta Temporada, te voy a contar sobre mi peculiar manera de averiguar hasta dónde mi cuerpo aguanta, que bien o mal ejecutada, hizo más flexible mi perspectiva clasemediera ante esas condiciones y realidades tan ajenas.

Renato me recibió en su familia, con techo y comida por sentado, y a mí aún me parece justo haberle ofrecido ayudar en sus proyectos de construcción y en la milpa, así como en las labores de casa y aprendiendo a hacer artesanía. A algunos les parecía ventajoso de su parte, pero nunca les expliqué el valor que le daba a la experiencia y en habituarme a otro estilo de vida, parafraseando a Miguel.

Soy de personalidad obsesiva; clavado, intenso y con tics nerviosos infantiles… pero nada grave. Por eso, no es que abusaran de mi fuerza laboral, tanto como que yo exageré en mi oferta del servicio; nadie me obligó a rebanarme las yemas de los dedos maleando alambre de alpaca para hacer callo, ni a cambiar de lugar los montones de piedras para el muro.

Así como ésas, hay varias que contar. Aventuritas de enfrentar, pacheco y de noche, a los perros que merodeaban el kilómetro entre la casa y el terreno; de salir volando del caballo por montar a pelo y luego corretearlo en su fuga; de no llegar al camión de volteo con mi palada de arena, ante las carcajadas de la banda; de perderme en el monte y honguearme por andar descalzo en la tierra abonada del huerto. ¡Vaya forma de habituar el físico, Miguel!

Pero trabajar con el cuerpo, también significó percibirme de manera diferente. Me despertaba para ir a cubrir los brotes de la milpa, antes de que el sol endureciera la tierra; me enseñaron posturas para ahorrar fuerza con las herramientas y a intercalar las piedras planas con las redondas; y como no se vendía carne en el pueblo, gasifiqué durante meses mi nueva dieta vegetariana.

Al volver a casa, el orgullo por mis manos rasposas duró unos meses y la resistencia de mi piel al sol quizá un par de años, pero las cicatrices tienen una memoria de adaptación para el resto de la vida. Quizá el dolor no fue el justo medio para conocer mis umbrales, pero su llamado de atención sobre mis costumbres, ahora me hace reaccionar con más atención a las condiciones de mi entorno.

El cuerpo sabe, Miguel. Para qué me hago pendejo con lo que yo metí en mi cabeza. Sí sé que busqué alcanzar el agotamiento para acallar el ego de mi mente, y sí sé que me expuse al dolor en mi afán por aparentar ser menos fresa y delicadito.

Cuando vuelva a ver a Miguel, le diré que sí puedo habituarme, porque comprendí la diferencia entre hacerlo por el deseo de adaptarme o sólo para buscar aceptación… y en varios posts, te contaré a ti algunos otros detalles de esa madriza para lograrlo.

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