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UBICAR EL CAMINO

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Adoro los mapas de navegación. Ya no me estresa conducir a una dirección nueva, calcular tiempos o ir preguntando a los peatones, aunque todavía soy distraído para ubicar el rumbo y me confundo con las indicaciones de la gente y las appsy carajo, cómo se parece a mis procesos emocionales. Déjame dar sentido a esta analogía, contándote algunos de los extraños caminos que me animé a tomar entre los cerros.

Nunca me dio por explorar cada calle, atractivo turístico o alrededores pintorescos de los lugares donde viví, pero me propuse hacerlo más en el desierto para enfrentar el miedo a perderme. Esto refleja en efecto, el origen de mi falta de profundidad en ciertas decisiones; unas afortunadas como asumir el consejo de estudiar Comunicación, otras menos en cuanto a relaciones de pareja. Sin embargo, si bien opté por rutas fáciles, igual me fue fácil elegir otras más intensas, raras o imprudentes, como en la sierra tarahumara con mi inusual proyecto de Servicio Social.

Nuestro autobús llegó a Parral con tanto retraso que ya nadie nos esperaba, y alguien del grupo consiguió una troca de redilas para llevarnos hasta Guachochi durante siete horas de terracería (hoy son tres, según Google Maps). En ese entonces, también nos pareció fácil viajar de ride en las carreteras de Chihuahua; una vez yo solo en la plataforma de un camión maderero y otra con dos compañeras en la cabina de un locuaz trailero trepado en chochos.

También en redilas, nos llevaron a conocer varias comunidades en la ruta hacia Barrancas del Cobre. Bajando la sinuosa vereda a Batopilas, vimos un rarámuri con una tagora amarilla -calzón de manta- sentado en una curva, nomás mirando a lo profundo; avanzamos unos diez minutos y en eso, ahí estaba de nuevo en otra vuelta del camino. El tercer reencuentro nos voló la cabeza, pero entre risas nos explicaron que al salir de vista se bajaba corriendo la cañada para esperarnos y burlarse de nuestro lento avance motorizado.

Qué diferente es saber rutas al trabajo y conocer a fondo tus caminos. Así los taxistas de antes como los arrieros; quienes los exploran y se pierden, memorizan señales y atajos, ubican obstáculos y programan sus mapas internos. De igual manera me sorprendía el mara’akame Juan López, apareciendo de pronto en la cima de un monte y poco después a un lado entre los senderos hacia el cerro El Quemado. Sin llegar a tanto y como dije antes, me propuse vivir este desierto para conocerlo como ningún otro sitio y curarme de espantos en su resiliente rudeza.

Renato ayudó en eso con instrucciones simples: “Si te pierdes, sigue al perro”. Y sí funcionó. Me llevé al Negro a una primera excursión a los cerros de Potrero, en la cual fue muy difícil llegar a la cima; entre el cansancio, los raspones y mis pedos existenciales, me puse a gritarle al eco mientras el Negro corría en círculos como desquiciados ambos. Al iniciar el regreso se adelantó por otro costado del monte, ignorando mis llamados, hacia lo que resultó una pendiente ligera como para bajarla trotando. Tiempo después, el vecino Beto me señaló desde lejos mi empinada ruta de subida, llena de manchas del tono grisáceo de cierto tipo de planta espinosa.

Una vez fuimos juntos hacia las montañas al otro lado del valle; encontramos lugares con árboles, riachuelos, cuevas con fósiles pequeños y unos enormes incrustados en el suelo. Renato me sugirió volver a ir por tierra negra para el huerto y aquello se convirtió en una gran aventura con el caballo. El sendero para subir permitía ir montado en su mayor parte, ubiqué bien la ruta, encontré la cueva y el río donde, luego de llenar tres costales, terminó el paseo y comenzó la prueba.

Primero, por el peso de cada pinche costal; amarré dos para echarlos a cada lado del caballo y lo tuve que meter a una grieta del suelo para poder cargar los bultos desde un punto más alto. Luego inicié el regreso por un cerro equivocado, donde me di por perdido hasta que a lo lejos apareció un arriero, le chiflé apurándome hacia él, me indicó la ruta y de paso, la razón del nombre de su oficio: “Hay qu’ir arreando al animal pa’ subirlo cargado por ahí”. ¡Y vaya si hubo que jalonearlo para hacerlo avanzar hasta el final!

Justo al llegar a la cima antes de cruzar al valle, se soltaron los costales. Odié no haber llevado al Negro y la idea de abandonar todo mi esfuerzo en ese lugar. Aflojé al caballo y me fumé un toque. Al final, con más resignación que fe, me propuse un intento para treparlos de nuevo y creo que hasta el caballo me miró sorprendido al conseguirlo. En la carretera ya cerca de casa, me crucé con la combi de Renato y su familia volviendo de la ciudad, justo para poder presumirme triunfante como si nada malo hubiera pasado.

Perderme entre los cerros resultó en uno de los mayores logros en mi vida. Quizá estimuló mi gusto por los mapas y series de supervivencia, sin llegar a tanto como aprender a seguir huellas, orientarme con los astros o estar alerta a diferentes señales. Sin embargo, me refleja muy bien lo impredecible de las rutas fáciles, el saber atender indicaciones simples hasta conocer a fondo los caminos, el valor de que un ride te exija un gran esfuerzo final y el triunfo de dejarse volar la mente con las sorpresas de la aventura.

Siempre pude tomar nuevos rumbos laborales, de intereses o en mis relaciones, y ahora ya no me estresa saber hasta dónde conducen, el tiempo que duren, ni preguntar el sentido de otros peatones; aunque todavía me distraigo en deseos y es confuso asumir algunas indicaciones de mi gente o maestros. Aprender a ubicar el camino en cada decisión, también implica explorar mis emociones y los miedos involucrados, por ejemplo, al buscar un lugar o motivo de vida (temas para próximos posts). Por eso adoro la idea de un Google Life Maps, porque esto de programarse planos mentales viviendo la realidad es francamente anacrónico.

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