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VIAJE ESPEJO 2: GUACHOCHI

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Hago tres posts sobre estos “viajes Espejo”, por lo similares que resultaron las temporadas de un año y las estancias de unos meses que viví fuera de la ciudad. Cuando ciertas cosas me sugieren sincronía, más que casualidad, es porque les doy un sentido; y lo siguiente es estar alerta, porque esas coincidencias que pasan por algo, se vuelven más frecuentes al ponerles atención.

Mi verano de 1995 en Guachochi, Chihuahua, refleja el año que viví en Potrero por su ruda confrontación con la realidad. Fui con la intención de hacer un Servicio Social verdadero, en vez de archivar papeles en una oficina pública. El lugar, a cambio, me brindó una experiencia reveladora sobre mi país y mi inocencia, a la vez que me mostró su energía encarnada en la personalidad del pueblo rarámuri -de pies ligeros-.

Así como el desierto, la sierra tarahumara me demuestra el efecto del entorno en las personas. Entre cumbres y cañadas, su gente semi nómada es resiliente y ligera ante la vida misma. Nunca vi convivir tanta precariedad con tan buen sentido del humor; su trato era igual de seco, pero su bullying a los chilangos fresas fue divertidísimo. Y otra coincidencia básica entre ambos lugares fue la experiencia cercana con el encierro y la prisión.

Fuimos once estudiantes a trabajar para una fundación de apoyo a los presos indígenas del CERESO; ayudamos a hacer un taller artesanal, un video, cápsulas de radio y visitamos comunidades llevados por el INI y pidiendo ride en las carreteras. Pero el reto físico de viajar horas en redilas o de compartir vivienda con tantas personas, es nada si lo comparo con las abarrotadas e injustas cárceles mexicanas o las maratónicas carreras y danzas rituales de los rarámuri -no, tarahumaras-.

Lo que sí puedo comparar, es aprender a ser artesano con facilitar su oficio a los reclusos; la aglomeración de convivir en un dormitorio, con vivir el espacio abierto en total soledad; la necesidad de habituarme para encajar en cierto estilo de vida, contra la capacidad de adaptar mi perspectiva clasemediera y mi personalidad obsesiva a la propia resiliencia y ligereza del entorno… respectivamente.

En cuanto al consumo de drogas, mi concepto del exceso igual enfrentó su dosis de realidad. Un compañero fue el primero que vi fumar mota a diario y crear la pi-papa cuando se quedó sin papel para forjar. Yo lo acompañé unas pocas veces; para la mayoría, más fresa que yo, fue todo un descubrimiento.

Conocí a un chutamero -traficante de mota o chutama- que me regaló un tambor y corrió aventuras como las de Beto “loco”; a un curandero español que merece su post, quien me enseñó sobre la yerba del diablo -toloache- y el ritual de sanación con híkuri; y también al tesgüino -bebida ritual de maíz fermentado- que, junto al agotamiento de bailar por horas, produce cierto estado de conciencia más allá de la simple ebriedad.

Así como escribo, me brotan nuevas coincidencias para próximos posts. Entiendo que son ganas de “jalarle el hilo a la media”, pero todo me hace sentido al poner mi atención en cómo influyó el entorno en un proceso, que puso a prueba algunos aspectos de mi inocencia.

Aceptamos mota de unos judiciales y el abogado de la fundación nos regañó por dar motivos de chantaje; asumí el dolor de la gente al ver sus pies maltrechos, y me hice unos huaraches iguales que usé por unos veinte años quizá para emular su poder; me sentí ofendido por pendejadas, y al ponerme en evidencia por fresa una monja me bajó lo soberbio… porque, claro, aún no entendía que siempre, “el pedo, soy yo” -M. Uru-.

Aún conservo el Reconocimiento y un reporte escrito de mi “Experiencia de Servicio Social”, así como ese que logré darme por encima de Renato y otras figuras de autoridad. La sincronía en la validez a mi vocación y postura de vida, me estimula a estar más atento a las coincidencias que sigan surgiendo, confiado en poder compartirte el sentido que doy a esas cosas que me pasaron por algo.

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