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VIVIR EN SANCRIS

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Cada que escribo sobre San Cristóbal, quedo algo movido por una nostalgia del tipo “esos buenos tiempos”. Ya la describí como un tesoro de relaciones afines y comprensión de mis procesos, o también por la magia de atracción del lugar que puso a prueba mis pasiones y ciclos enquistados. El tercer sentido de esta melancolía gustosa, me viene al revivir el ambiente de sus calles y mi cómica imagen recorriéndolas en bicicleta.

Con esto me remito al SanCris de fin de siglo todavía sin Walmart, andador turístico ni la categoría de “Pueblo Mágico”, cuando su clase media ya se asumía como citadina sin soltar las costumbres de una vida apacible… Y me refiero igual, a mi poca pericia con el manubrio en sus vías empedradas, estrechas o inclinadas, pero ya bastante nutridas de tráfico para empezar a incomodar a la clase alta que habitaba el centro.

El movimiento de aquella ciudad emergente nos atrajo de forma similar a migrantes y turistas. Entrar en ella, implicó retos de adaptación como la elevada altura de su valle; estar unos días, bastaba para adorarla o convencerte de no volver nunca; y salirse, una vez bajo el efecto de su encanto, me fue tan difícil como dejar un vicio placentero o mi zona de confort ideal.

Le recuerdo un clima delicioso que tiende a lo frío, aunque su invierno escarcha las lagañas; pero arropaba con aromas de humo de leña por todos lados, de bosques cercanos cuando hay vientos leves, del pan en las muchas cafeterías llenas de clientes habituales y el ocasional vaho de los corrales incluso en los barrios céntricos.

Mis primeros reportajes en la radio, fueron sobre estos barrios y sus oficios tradicionales en extinción: herreros en el Cerrillo, coheteros en San Antonio, zapateros y peluqueros en Guadalupe, alfareros y curtidores en San Ramón. Al caminarlos aprendí la rutina común de subir y bajar de sus delgadas banquetas por muchos motivos (bloqueos, tráfico, cortesía…) y supe que, hasta hacía poco, era obligada a los indígenas para ceder el paso a los mestizos.

Medio año más tarde se me ocurrió comprar la bici en un tallercito con fines laborales, aunque no cubría conflictos en las periferias marginadas porque la verdad, me hubieran comido vivo. Poco después se volvió noticia una oleada de robos y re ensamblaje de bicicletas (tal como la mía), que dio pie a un reportaje sobre otros riesgos para los ciclistas y me persuadió de no salir a carretera o dar paseos más largos.

Recuerdo de mis primeros días en esas calles de San Crisis, la sorpresa de verme rodeado por gente encapuchada de las bases de apoyo zapatistas en la Marcha de los 1,111 pueblos rumbo al Distrito Federal. Luego de tres meses, conocer de cerca la infame masacre paramilitar en Acteal de la que pude dar reporte en algunos medios, aunque obvio, tampoco me enviaron a cubrirla en campo.

En semejante contexto, el ambiente en mi memoria se arropa con personajes de un activismo tan intenso como humano, con algunas reconciliaciones entre círculos sociales o ciclos familiares, y sí, con la fraterna convivencia de andar bien bolo -llaman al borracho- entre músicos, periodistas, investigadores y observadores de todas partes del mundo.

Entre tantas amistades y mi apatía por el ciclismo, tampoco me hizo mucha falta salir de la ciudad. Apenas visité las grutas y pueblos cercanos, Palenque, Agua Azul y los Lagos de Montebello con mi familia en un paseo improvisado en camión de redilas. Pero poco antes de irme al desierto, me sentí abrumado por no haber explorado más la zona y al entender los ganchos emocionales que dejaba atrás, movido por su misma energía transformadora.

La publicación de este post coincide con el 30 aniversario del levantamiento zapatista y no quise preguntar a mi banda en San Cristóbal cómo ha cambiado la vida entre rentas gentrificadas por AirBnB, las bandas de “Motonetos” y los conflictos sociales que nunca fueron resueltos, porque seguro lo explican mejor aquellos personajes, como Ernesto Ledesma, comprometidos con el digno clamor por los derechos de las comunidades chiapanecas.

Aquí sólo relato mi nostalgia por esa cercanía de amigos y lugares para echar el café o armar una reunión espontánea; por su conservador ambiente de pueblo arrastrado a la modernidad en una revolución de las tradiciones; y por el deseo de haberme hartado del confort de su entorno, antes de tomar un camino que reflejaría mi cómica imagen dando tumbos como en un empedrado con bicicleta.

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